En 2024, Bolivia sufrió la mayor crisis de incendios forestales de su historia, al extremo de que la destrucción alcanzó a por lo menos 10 millones de hectáreas que formaban parte de los ecosistemas de todos los Departamentos del área no andina, con mayor incidencia en Santa Cruz, Beni y Pando. Mientras se vivía esa tragedia, este diario recordó las veces que se había advertido que estas tragedias podían evitarse, o por lo menos reducir su impacto mediante medidas preventivas asumidas oportunamente.
Ahora que ya hemos superado la mitad de este año, volvemos a advertir a las autoridades subnacionales que es tipo de asumir acciones con el fin de evitar repetir cuados como los de la gestión anterior.
El pasado domingo, 13 de julio, el país amaneció con 632 focos de calor activos. Más del 85 por ciento se concentraban en el Departamento de Santa Cruz, pero todos los demás Departamentos del país presentaron algún grado de afectación. El dato, ofrecido por el viceministro de Defensa Civil, no es apenas una advertencia: es un llamado de auxilio. Y eso que apenas comienza la temporada seca. Si los primeros compases del año ya muestran una expansión preocupante de las quemas, ¿qué se puede esperar cuando el fuego avance sin contención, empujado por el calor, la sequía y la impunidad?
Cada año, las autoridades repiten planes, diagnósticos y promesas de coordinación. Cada año, el fuego gana. El Ministerio de Medio Ambiente presentó, hace apenas unas semanas, un nuevo Plan de Acción de Prevención de Incendios Forestales 2025, con respaldo de la cooperación europea. Se priorizaron 84 municipios, se anunciaron brigadas, monitoreo satelital, trabajo conjunto con el Servicio Nacional de Áreas Protegidas (Sernap), la Autoridad de Fiscalización y Control Social de Bosques y Tierra (ABT), el Fondo Nacional de Desarrollo Forestal (Fonabosque) y los gobiernos subnacionales. En el papel, todo está previsto; pero, en la realidad, los focos de calor se multiplican, la frontera agrícola sigue expandiéndose sin regulación efectiva y las zonas afectadas se degradan sin recuperación ni justicia.
No se trata de negar los esfuerzos institucionales, sino de reconocer su evidente insuficiencia. El Estado boliviano, en todos sus niveles, ha sido complaciente con las quemas ilegales y la ampliación descontrolada de la frontera agropecuaria. La ABT, llamada a fiscalizar y sancionar, rara vez lo hace. El Ministerio de Medio Ambiente presenta planes sin que se traduzcan en cambios sustantivos. Y los incentivos económicos —como el dólar caro o el alza de precios internacionales en granos y carne— agravan una lógica productiva que sacrifica el bosque por beneficios inmediatos.
A todo esto se suma la inestabilidad institucional, la incertidumbre electoral y la ausencia de voluntad política para afectar intereses concentrados en el agroextractivismo. Las causas de los incendios no son solo naturales: son decisiones humanas, legales y políticas. No hay cortafuegos posibles si quienes deben encender las alarmas están mirando a otro lado.
Bolivia necesita un control riguroso, permanente y descentralizado de las quemas. Necesita recuperar la autoridad ambiental, con personal suficiente, equipos modernos, autonomía técnica y respaldo político. Se debe aplicar la ley con firmeza y visibilizar a los responsables. Y, más allá de eso, se requiere un nuevo pacto nacional por el uso sostenible del suelo, que incluya al agro, pero no a costa del bosque.
No hay solución sin sanción. No hay protección sin inversión. No hay plan creíble si, aun empezando la temporada, ya se prende la alerta roja. Es tiempo de exigir lo obvio: que cuidar el medio ambiente no sea solo un discurso, sino una política de Estado con resultados visibles y medibles.