Le sobra razón al Gobierno central cuando afirma que las protestas que prosiguieron en el país, aun después de que el Presidente hiciera conocer su decisión de abrogar el Código del Sistema Penal, tienen afanes políticos.
Lo que no dice, empero, es que las intenciones detrás de la mayoría de los actos del Órgano Ejecutivo también son políticas.
Y es que mientras la oposición aprovecha el menor resquicio para desprestigiar al Gobierno, el oficialismo ha convertido a la reelección indefinida del Presidente en la razón misma de su existencia.
Se trata, entonces, de la vieja fórmula de la política partidaria: la búsqueda del poder. Los partidos que están en la oposición buscan llegar al control del Estado; es decir, a tener en sus manos los tres poderes —que en Bolivia, constitución mediante, son cuatro— mientras que el oficialismo, que ya tiene el deseado control, pretende mantenerse allí el mayor tiempo posible.
Hubo un tiempo, que parece cada vez más lejano, en el que el actual oficialismo era la oposición. Eran los años en los que se denunciaba la injerencia norteamericana y se aprovechaba cualquier error de los neoliberales en el poder para inflamar el sentimiento popular. Así, cuando la ciudadanía supo que el gobierno —entonces de derecha— pretendía venderle gas a Chile, se apeló al sentimiento nacional y nacionalista para desatar un movimiento de rechazo. Se inventó, también, una mentira: se dijo que, además de vender el carburante al país que nos había dejado sin mar, el precio de la garrafa de gas licuado de petróleo se iba a elevar. Fueron las razones por las que se desató una protesta que se convirtió en levantamiento popular y tendió la cama para que el Movimiento Al Socialismo —que había atizado la hoguera junto a otras organizaciones políticas como el Movimiento Indígena Pachakuti— suba al poder luego de un corto paréntesis.
Los opositores de hoy son los oficialistas de ayer. Quieren volver al poder y actúan en consecuencia. Si su accionar es censurable, lo mismo se debe decir del oficialismo que actúa en función a quedarse con el control del Estado incluso indefinidamente, como ya lo admitieron varios de sus militantes.
La intención de permanecer en el poder —reelecciones mediante— hizo que la agenda política nacional se electoralice ya no de manera periódica, sino permanente. Ni siquiera se había cerrado el proceso de una elección cuando el Gobierno comenzó a hablar de otra, la que permitiría que el Presidente continúe en el cargo, aun yendo en contra de lo establecido por la Constitución Política del Estado que se aprobó de la manera que todos conocemos.
La reacción opositora fue la única posible: rechazar las intenciones de perpetuidad en el poder y desprestigiar a la principal figura del gobierno, el Presidente.
Entonces, el tema de fondo en las protestas no es precisamente el rechazo a un código jurídico que pocos debieron haber leído por lo extenso de su texto. Lo que ocurrió fue que el electorado no tuvo tiempo de reaccionar en el momento en que se oficializó la intención de postular nuevamente al Presidente, ni siquiera cuando el Tribunal Constitucional Plurinacional le dio su visto bueno a esa pretensión.
La protesta de los médicos, que comenzó así, sectorizada, hizo reaccionar a la conciencia ciudadana de un país que ha demostrado, a través de las últimas protestas, que no va a tolerar que se manipule su Constitución. Más allá de los resultados de su gestión, el Gobierno afirma que la voluntad del pueblo boliviano es que el Presidente siga gobernando. Pasa por alto —con el argumento de la politización— que esa voluntad se ha expresado claramente en el referéndum del 21 de febrero.
La protesta de los médicos, que comenzó así, sectorizada, hizo reaccionar a la conciencia ciudadana de un país que ha demostrado, a través de las últimas protestas, que no va a tolerar que se manipule su Constitución