Cada época tiene su signo particular. El de hoy en Bolivia es la lucha por la democracia. No habría razón para esta actitud si no estuviese en peligro la vigencia de aquella. En los países civilizados la lucha política se efectúa en el campo de las ideas y de las urnas, no en las calles. Las estridencias de otro orden denuncian claramente la prepotencia de los que sólo tienen eso, la fuerza, para imponerse.
El país debería estar abocado a resolver problemas de salud, de educación, de trabajo, etc. con todos los medios y recursos a su alcance; pero los políticos de hoy, igual que los de ayer, obligan a ocuparse de otras cosas. Parecen no advertir que los verdaderos enemigos son la miseria, el hambre, la ignorancia, la corrupción y la mala fe. Y en cierto sentido, también ellos, porque no les interesa Bolivia.
Las confrontaciones en las calles, esgrimiendo armas innobles como la mentira, no es acción democrática. Los caudillos que convocan a la masa para demostrar que son mayoría, y justificar con ello la transgresión a la ley, evidencia una conducta aberrante. Si la democracia no les basta, si con ella o mediante ella no logran sus objetivos personales o colectivos, ningún otro recurso es honesto utilizarlo; implicaría, de forma explícita o encubierta, una intención de avasallarla.
“Mandar obedeciendo al pueblo” es una bonita frase, puede ser la expresión virtuosa de un demócrata o el recurso demagógico de un caudillo. La muchedumbre es siempre una masa y como tal, por naturaleza, no puede tomar decisiones razonadas, de ahí que existen otras alternativas plausibles; el sufragio en las urnas es una de ellas. Pero las vociferaciones callejeras, esa masa congregada para aplaudir o para halagar, es una apariencia engañosa; una postura falaz. Es uno de los rostros de la dictadura.
La alternancia en el poder es un principio básico de la democracia. Busca la renovación constante, genera oportunidades de participación; abre paso a las nuevas generaciones. Los jóvenes tienen derecho a asumir funciones de responsabilidad pública, como profesionales y como ciudadanos. Los caros atributos como la rebelión, la libertad y el entusiasmo califican su condición. Cuando se pretende convertir una función temporal en indefinida, se les está usurpando su espacio legítimo; ellos también quieren servir a su país en el mejor momento de su vida. Nadie tiene derecho a coartarlos.
Un efecto de ese error es la ausencia de liderazgo. No hay promoción de conductores nuevos. Y lo peor: los jóvenes guardan silencio; sin entrar en la batalla parece que estuvieran derrotados; no actúan; están pasivos. “Hagan lío; no se callen, pero ayuden a resolver los problemas”, les dijo cierta vez el Papa Francisco porque observó en ellos la indiferencia contemplativa. Si la juventud no es la fuerza viva de un país, ¿vive acaso ese país?