Al borde del ataque de nervios –estimo, porque el apoyo popular que presumían se les escurre como agua de las manos–, el Vice se mandó otra de antología: “No vamos a rifar la repostulación por un apego abstracto a la norma”, espetó ante una consulta.
Si bien tales dislates no constituyen novedad para nadie a la vista del arbitrario desempeño del régimen, siendo la continuación del tristemente célebre “aunque sea ilegal, le meto nomás” de su jefazo, cabría aún a riesgo de mi crónica ingenuidad constitucional, recordar que en tanto el Vice es la cabeza del Órgano Legislativo, la razón de su existencia funcional en términos constitucionales, radica en legislar. Esto es, sancionar normas legales, se supone luego de sesudos análisis.
Así las cosas, que el Vice reniegue de su principal función constitucional, prueba la doble personalidad con la que procede en función a las circunstancias, pero fundamentalmente, patentiza la degradación del estado –al que como alto servidor público, debiera representar y respetar– y, la vertiginosa desinstitucionalización con la que castigan desde hace más de una década a l@s bolivianos.
Y es que el respeto a la norma legal, incluyendo aquellas que el órgano que encabeza y representa sanciona, no es un nimio detalle a ser desechado cada vez que eventualmente convenga a sus intereses, sino marca una de las caras de la democracia: la sujeción al derecho, resumida en la expresión universal del estado de derecho, que en realidad significa que todos los ciudadanos pero sobre todo los que ostentan –siempre temporalmente– el poder, están sujetos, al menos en sociedades y estados que se precian de “civilizados” (entre comillas), y no en el papel que lo aguanta todo.
A propósito: ¿No es que estamos acudiendo, por ejemplo, a la Corte Internacional de Justicia de la Haya, basados entre otras, en un conjunto de normas internacionales? Sí ganamos el pleito ¿acaso no pediremos su cumplimiento a la otra parte, también apoyados en las normas con las que se emitirá la sentencia?
Los dislates del Vice, además de ser absolutamente impertinentes en términos democráticos (genuinos, no los de fachada), son también manifiestamente inoportunos, pues han sido vertidos nada menos que en vísperas de la fase final del proceso ante la CIJ, en el que el régimen tiene puestos todos los huevos en la canasta, con evidente apoyo ciudadano, y constituyen el peor mensaje que el segundo de a bordo le da a la comunidad internacional: la ley sólo vale en la medida que me beneficia, de lo contrario, es una mera abstracción que no será cumplida, en pro de sus intereses non sanctos.
Aunque en todos lados se cuecen habas, existe acuerdo en que el nivel de institucionalidad de un país marca significativamente la diferencia entre los estados fallidos y los que aún con luces y sombras, avanzan y, sobre todo garantizan a sus ciudadanos mejores días. La ley de la selva, por la que pasándose por el orto la CPE, la ley o cualquier norma civilizada de convivencia, sirve sólo para imponer por la fuerza bruta la voluntad y el capricho del poderoso, sin importar las consecuencias, significa simple y llanamente el retorno hacia la época de las cavernas en las que Trucutú le metía nomás su garrote contra todo lo que se movía y constituye lo opuesto a la prosa del “vivir bien” de la CPE; aunque claro, ese maltratado papelito sólo es una mera abstracción para el ilustrado criterio del primer bachiller del estado. Es que: “Ser demócrata quiere decir mucho más que promulgar constituciones políticas, firmar cartas democráticas o celebrar elecciones periódicas. Quiere decir construir una institucionalidad confiable, más allá de las anémicas estructuras que actualmente sostienen nuestros aparatos estatales. Quiere decir garantizar la supremacía de la ley y la vigencia del Estado de Derecho, que algunos insisten en saltar con garrocha”. Arias.