El masista y el opositor promedio

DÁRSENA DE PAPEL 30/04/2018
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El político masista promedio anda nervioso, enojadizo, incómodo: como no estaba acostumbrado a perder y ya suma tres reveses consecutivos, con perspectivas de sufrir mucho para ganar una nueva reelección, le sobran preocupaciones. Para colmo sabe que, aún saliendo airoso en las presidenciales del 2019, deberá gobernar con los ojos cuestionadores del mundo encima por el carácter antidemocrático de esa hipotética victoria.

El político opositor promedio, por su parte, anda desorientado, extraviado en las aguas de la política nacional; no sabe qué hacer con un oficialismo cada vez menos atinado y una ciudadanía empoderada y con el dedo acusador señalándolo por su incapacidad para representarla como ella siente que se merece.

Esto último afecta también al masista promedio, que anda hostigado por la cotidiana sucesión de batallas perdidas en las redes sociales. Desde antes del 21F —lo han confesado autocríticamente durante una reunión cuyo audio circuló, ¡qué paradoja!, en las mismas redes— el masista promedio no hace pie en ninguna plataforma de Internet, y lo demuestra escudándose en la sombra del “troll” y el anonimato del “hater” —de alguna forma tiene que descargar sus frustraciones— en una suerte de terapia virtual contra la ansiedad y/o la depresión.

La democracia de las redes sociales no le conviene, como tampoco le está favoreciendo al político opositor promedio: este es blanco de dardos verbales cada minuto, en lo que podría interpretarse como una respuesta natural de los internautas a sus frecuentes desatinos. Hace mucho que no aparece —y tampoco se vislumbra— un líder de la oposición idóneo para sacarle provecho a la cada vez más débil representatividad masista.

El masista promedio anda pensando qué hacer para que Evo Morales no vuelva a pasar el papelón del 21F, cuando con soberbia y absoluto convencimiento llamaron a votar a favor o en contra del jerarca en un referéndum. Fue triste ver a uno de los políticos más importantes de la historia, el cocalero que llegó a ser presidente, expuesto de semejante manera.

El opositor promedio, en cambio, anda buscándole la vuelta al problema de su descrédito. Con un pasado que lo condena, difícilmente sea capaz de revertir la mala imagen que se ha formado la sociedad de él. Esto último también afecta al político masista promedio, que después de doce años enrostrando credenciales revolucionarias —el “proceso de cambio”— hoy está cuestionado, aún por su propia gente, ante las evidencias de su avaricia de poder. Le urge un proceso interno de democratización que incluya el desprendimiento de Morales; su jubilación, al menos, de la presidencia del país. Pero esto ya sería otro partido.

Otro partido es lo que no tiene la oposición. Al final, cualquiera creería que entre ellos hay diferencias insalvables, pero el masista y el opositor promedio se parecen mucho. Ambos prefieren la reacción a la acción: están pendientes del error del otro para marcarlo y, así, el que propone siempre pierde. Ambos andan supeditando sus (re)acciones a la intolerancia: están determinados por el odio y ese sentimiento contagioso estimula a la gente a rechazar antes que a apoyar. Piensan: “no votaría nunca por fulano, entonces voto por zutano”. No es que zutano sea “el mejor”, sino que el fulano es el “mal menor”.

El masista y el opositor promedio, sin ninguna posibilidad de acercamiento, andan aislados en sus respectivos extremos. Los mismos votantes que antes apostaron por ellos, hoy solo les muestran desafecto, indiferencia, desilusión; a falta de entusiasmo por alguna opción interesante, inteligente, han sido empujados hacia la apatía o hacia el penoso ejercicio de contradecir.

Masista y opositor han hecho de la incompetencia un modo de vida política y el boliviano promedio ahora lo sabe. ¡Han sido descubiertos!, ya no tienen forma de esconder su desnudez: son las dos caras de una misma moneda, andan provistos de la misma miseria.

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