El escritor, filósofo y periodista francés, Jean d’Ormesson, ha inventado la palabra precisa para definir a un personaje, gobierno o asociación de políticos con fines de lucro que hacen ejercicio de la mediocridad e ineptitud sin pudor ni misericordia. “La ineptocracia, dice Jean d’O, es el sistema de gobierno en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos preparados para producir, y los menos preparados para procurarse su sustento son regalados con bienes y servicios pagados con los impuestos confiscatorios sobre el trabajo y riqueza de unos productores en número descendente, y todo ello promovido por una izquierda populista y demagoga que predica teorías, que sabe que han fracasado allí donde se han aplicado, a unas personas que saben que son idiotas”.
La reflexión de d’Ormesson no podía ser más certera a la hora de advertir que la historia siempre ha jugado con luces y sombras. Épocas de renacimiento y retroceso. Una dualidad constante en la que mentes brillantes hicieron florecer a la humanidad o la pudrieron por completo azotándola con el látigo de la mediocridad, la ignorancia y la ineptitud.
¡La ineptocracia se ha consolidado!
Y los ejemplos se multiplican sin recelo, sobre todo en estos tiempos en los que el mal y la decadencia parecen no tener compostura ni dar tregua.
En Bolivia, el presidente Juan Evo Morales Ayma siempre tiene un problema para cada solución.
Su gobierno se ha caracterizado por cultivar el arte de crear problemas que, con sus débiles intentos por solucionarlos, ha mantenido al pueblo en constante incertidumbre, postergando eternamente la resolución de conflictos que, paradójicamente, ha logrado convertirse en una fórmula política ‘productiva’ y efectiva. ‘Productiva’, porque Evo parece comprender empíricamente que los problemas no se los debe negociar de inmediato, ni saldarlos del todo. Mucho mejor si se los ignora, así existirá mayor margen de maniobra para someter al contrincante, a la oposición, a los vendepatrias, o a los hijos putativos del imperialismo yanqui e imponer sus condiciones bajo amenaza de cárcel o juicio ipso facto.
Efectiva, porque ignorando el significado real y efectivo de resolución de conflictos como un proceso que tiene en cuenta, por un lado, las necesidades individuales y de grupo, como son la necesidad de identidad y reconocimiento y, por el otro, los cambios institucionales necesarios para satisfacer dichas necesidades, Evo se abstiene de consensuar y debatir los conflictos reales y los obvia de un solo plumazo para luego imponer una vez más su sagrada voluntad.
Históricamente, Evo Morales se ha caracterizado por no ser un caudillo que propone y busque una salida consensuada a los conflictos. Siempre fue un personaje de ruptura, de quiebre político, de transgresión a la cosa pactada, unitaria y colectiva.
Toda su trayectoria, como máximo representante de los cocaleros, siempre estuvo en la dinámica de subvertir la lógica del diálogo y la resolución de conflictos.
Su política de, no sé de qué se trata pero me opongo, se convirtió en un potente “método de lucha” que, al final, de tanto martillar, lo llevó a ser presidente.
Al gobierno de Evo Morales no le interesa ni le resulta eficaz acceder a las fuentes de los problemas, a tocar la raíz de los conflictos y proponer el diálogo como condición –sine qua non– que encause a puntos concordantes la resolución de las graves deficiencias que aquejan al país. Hay, pues, una consolidación indiscutible de la ineptocracia asumida por un poder populista que paulatinamente deteriora las instituciones y la democracia hasta convertirlas en instrumentos al servicio de su poder.
Evo se hizo a fuerza de bloqueos y de imposiciones, su “lucha” no se consolidó a base de razones y debates. Su acción siempre pudo más que su razón.
La realidad indica que en Bolivia existen múltiples problemas sociales, políticos y económicos que nunca fueron resueltos por la vía del diálogo y el consenso. Se quedaron así, irresueltos, o fulminados por la negligencia y la intransigencia, buscaron sus posibles soluciones como pudieron: en los paliativos, ofrecimientos, mentiras, engaños o creando conflictos paralelos que a su vez desencadenaron en otros más letales.