El sistema de gobierno boliviano es presidencialista; es decir, pese a la existencia de poderes, que en nuestro caso son cuatro, gira en torno a la figura de un jefe de Estado que, por ser tal, representa a los habitantes de todo un país.
Pero la representatividad no es una concesión graciosa sino que viene bajo la forma de un mandato, un acuerdo tácito mediante el cual el conjunto de la población boliviana, que no puede realizar por sí misma las tareas que sólo pueden ser desempeñadas por una persona, las delega a uno de los miembros de su comunidad. Lo hace mediante elecciones en las que se decide quién será el que cumpla la función de gobernar por un tiempo determinado y, por ello, se convierte en el mandatario, el primer mandatario de un país.
Aunque la enviste de un innegable poder, la condición de mandatario no convierte al presidente en una persona que puede hacer lo que le venga en gana porque, para ello, lo coloca en el medio de un sistema de pesos y contrapesos con otros poderes del Estado, que en Bolivia son denominados órganos: el Ejecutivo, encabezado por él mismo; el Legislativo, que es el que hace las leyes, y el Judicial, que castiga su incumplimiento. El órgano o poder llamado a fiscalizar al presidente, y a los integrantes de los demás, es el Legislativo. El Órgano Electoral, al que se convirtió en un cuarto poder en el país, es el que se encarga de la conformación de todos los demás.
Todos los poderes y órganos del Estado están sujetos a la Constitución y las leyes. La primera está encima de todas las demás y, por ello, es considerada “ley de leyes”. Esta es la que establece cómo son constituidos los poderes públicos y define tanto sus atribuciones como sus límites.
Por todo lo apuntado, el presidente, aunque jefe de Estado e investido del poder de mando sobre todo el país, no es un monarca sino un servidor público más, el primer servidor. Sus atribuciones, así como los límites de su poder, están establecidas también en la Constitución.
El artículo 172 establece un total de 27 atribuciones para la presidenta o presidente del Estado boliviano y ninguno de ellos señala que esa autoridad puede atribuirse los derechos del pueblo. Por el contrario, el artículo 124 del Código Penal señala que hacerlo constituye un delito que se sanciona con uno a dos años de cárcel.
El reconocimiento a gobiernos de otros países es una atribución implícita del Poder Ejecutivo que generalmente se traduce en el envío de notas de felicitación o llamados telefónicos a los vencedores de elecciones. Otra forma de apoyo es participar en las ceremonias de posesión de los nuevos jefes de Estado.
Sin embargo, las circunstancias no son las mismas. Así, lo ocurrido en Venezuela el año recién pasado, cuando las elecciones fueron convocadas por la Asamblea Nacional Constituyente, cuando debió hacerlo el Consejo Nacional Electoral, convierten a este en un caso aparte, digno de una consideración mayor que lo normal.
A la ilegalidad de la convocatoria a elecciones se suman las observaciones a una constituyente que comete el delito de usurpación de funciones porque reemplaza a una Asamblea Nacional –es decir al Poder Legislativo– al que se le ha quitado toda autoridad por el mero hecho de estar constituido por una mayoría de opositores.
Pero el presidente Evo Morales no ha tomado en cuenta las observaciones legales al gobierno posesionado ayer y, enmarcándose en afinidades ideológicas, no sólo lo ha reconocido formalmente sino que lo ha hecho públicamente y a nombre del pueblo boliviano.
Eso no sólo lo ha puesto a él, sino al país entero, en un reducido grupo de gobiernos que optaron por la ilegalidad y el irrespeto al régimen constitucional.