Leer a Rubén Darío

Leyendo los manuscritos de Rubén Darío en la Biblioteca del Congreso, en Washington, no deja uno de sorprenderse por el estado aparentemente inconcluso del proceso de su escritura.

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JULIO ORTEGA
Puño y Letra / 15/02/2016 11:20

Para recordar a Rubén Darío después de un siglo, Puño y Letra publica la introducción escrita para la publicación de sus Obras Completas (Galaxia Gutenberg) por Julio Ortega. Padre del modernismo, volcánico y genial, Rubén Darío es cien años después de su muerte, el 6 de febrero de 1916, referencia obligada de la poesía de las dos orillas del español.

Leyendo los manuscritos de Rubén Darío en la Biblioteca del Congreso, en Washington, no deja uno de sorprenderse por el estado aparentemente inconcluso del proceso de su escritura.

Son los poemas de Cantos de vida y esperanza (1905) que Darío le envió a su discípulo y amigo, Juan Ramón Jiménez, pidiéndole que los pusiera en limpio y los ordenara para la imprenta. En esa biblioteca, el Archivo Juan Ramón Jiménez atesora esos poemas, de los mejores que Darío escribió, en páginas sueltas, en papeles de distinto tamaño y en hojas tal vez de un álbum, más gruesas. La impresión de su carácter provisorio, casi precario, revela el proceso de composición azaroso, como si se tratara de poemas aún en proceso de revisión. Notablemente, uno de los más grandes poetas de la lengua, el más dotado por el genio del español, revela en estos papeles su íntima concepción del trabajo poético. En primer lugar, su nacimiento inspirado, pues casi todos estos poemas se deben a un solo movimiento arrebatado, a la dinámica de su música; y las tachaduras y enmendaduras hacen más fluida esa forma realizada. Es el caso del poema "Lo fatal" (p. 311), que sólo requiere unas pocas revisiones al final. Se diría que los poemas se le han impuesto al poeta, que se apresura a anotarlos, a veces con torpe letra, que requiere, en la corrección, aclarar. En varios poemas ese trazado del poema consigna su balbuceo, que deja algunos versos incompletos y tachados, ya que el poeta debe volver a intentarlos. Y todo eso revela, me parece, la naturaleza temporal del poema, el carácter procesal de la escritura, y la conciencia de la poesía no como monumento de la posteridad sino como producto de la fugacidad.

Ello hace más vivo al poema y más actual a la poesía. Y más valiosa a la vida misma, representada en la fugacidad sensorial de su tránsito.

Pero, en segundo lugar, advertimos que el poeta no se ha detenido demasiado tiempo en sus textos. El sistema de puntuación, que debería ser definitivo para un poeta cuya dicción suele ser impecable, es más bien poco formal, carece de papel decisivo en el ritmo, y hasta resulta, en ocasiones, dudoso. Quizá la explicación sea sencilla: Darío escribía no en el sistema de la lengua, pero tampoco en la ocurrencia del habla, sino en una dimensión no siempre prevista: la musicalidad del español. Quizá por ello no se detenía en la prosodia, que pertenece a la reglamentación verbal, y que tendrá mayor relieve cuando el verso deje, justamente, el paradigma melódico del modernismo y se mueva hacia las vanguardias. Pero tampoco se debía Darío a la oralidad coloquial del poema, porque escribía situado en la poesía; esto es, dentro de un idioma alterno de la comunicación, donde el lenguaje es una figura de la sensibilidad. Su puntuación está hecha para no demorar el dictado, para acelerar la transcripción. La producción de la escritura de Darío es de tradición visionaria: el poema es escrito como si estuviese siendo transcrito, como si el poeta leyese esas palabras felices, que aparecen sobre la página en el momento mismo que las lee. Como si la enunciación y el enunciado coincidieran en el instante de la lectura. El lenguaje, se diría, se produce a través del poeta para celebrarse en el espejo del canto. No menos notable es que Darío no sintiera la necesidad de poner en limpio estos poemas.

Más bien, los compiló de sus papeles, de varias fechas, y los envió a un lector que respetaba. El poema, así, no revela su origen ni su término: es puro proceso, el instante inacabado de su trazo por la página. Estos papeles no son borradores pero tampoco originales de versiones futuras.
Son instancias transitivas que se buscan en la sinfonía de un libro.

En cualquier caso, como ocurre también con Garcilaso de la Vega y con Góngora, la puntuación no está del todo resuelta, y los editores, por lo mismo, se han visto tentados, con poca suerte en la mayoría de los casos, a imponerle una puntuación que gramaticalice los textos. Con Darío, esta impresión de provisionalidad, de puntuación tentativa, ha hecho que casi todos los editores hayan perpetuado una notación prosódica arbitraria. Incluso Juan Ramón Jiménez añadió alguna puntuación al transcribir los poemas.

Las demás ediciones han aumentado los signos, a veces duplicándolos. Por un lado, éste es un problema filológico y editorial que sólo se podrá solucionar en una edición crítica (anotando las variantes no de todas las ediciones, que es ocioso, sino de las que el poeta controló) y, a la vez, genética (dando valor a todas las instancias del proceso de escritura de un libro); trabajo futuro para un equipo de expertos. Bien visto, no sólo el poema es procesal, también lo es el libro mismo.

Para Darío, el libro es una operación manuable y muy poco monumental, como lo vemos desde Azul..., que en sus tres ediciones terminó siendo tres libros distintos.

Rubén Darío es, por todo esto, un escritor moderno y modernista. Lo moderno, en su caso, se debe a la pasión del cambio, incluso a la mitología del cambio como innovación, actualidad de la tradición y promesa de lo nuevo. Lo modernista se patentiza en la conciencia de la fugacidad; no sólo por la lección de caducidad, propia del barroco, sino por la agonía fugaz de la belleza. Lo más hermoso, entonces, es lo más precario, hecho una y otra vez en el goce de los sentidos y la plenitud de la sensibilidad armoniosa.

Por eso, su mejor poesía consagra el milagro del instante, la materialidad del presente, el escenario de un tiempo capaz de cristalizar el pasado y hacer hablar al porvenir. Lo más antiguo y lo más nuevo se deciden, así, en la palabra, en la sílaba y el silabeo que ensaya la criatura humana en su tránsito verbal, instante hablado, y traza inscrita.

Y, sin embargo, el gesto de enviarle estos papeles precarios a Juan Ramón Jiménez, a nombre del Libro del futuro, nos remite al remoto pasado: a Petrarca y el origen de la edición de manuscritos, a la nostalgia y el asombro consagrados por la filología. En efecto, Petrarca no sólo recobró manuscritos del mundo antiguo, que llegaron a sus manos "mezclados y rotos", sino que postuló el modelo mismo de la transmisión poética. Los salvó de la destrucción y el olvido, y los editó para la posteridad. Pero, sobre todo, les devolvió la palabra en la actualidad de la lectura. En un gesto propio del humanismo, forjó el modelo de lo que se ha llamado después la "nostalgia crítica", el paradigma de recuperar la poesía en una lectura que actualiza la temporalidad.

Juan Ramón Jiménez llamó a Darío "mi maestro", y Darío le reconoció el genio desde muy joven, prometiéndole salud y felicidad en la poesía del porvenir. Este extraordinario gesto de confiarle su libro mayor al joven poeta andaluz tiene la resonancia de una escena filológica: evoca la lectura de Petrarca y su linaje crítico.

Por un lado, como modernista epónimo, Rubén Darío fue un escritor impulsado por la fuerza anticipatoria de lo nuevo, por la promesa del futuro. No tuvo nunca tiempo suficiente para considerar su propio pasado, y hasta cuando tuvo que escribir su historia, en dos ocasiones, lo hizo con la prisa de las prensas, para un periódico y una revista. Escribía, muchas veces, con plazos urgidos y adelantos prometidos. Hasta los poemas aparecen primero en diarios, y entre una y otra aparición les añade alguna revisión.

Ese futuro de la reproducción material de su obra acelera sus tiempos de escritura. En sus crónicas, advertimos que los viajes, las lecturas, los acontecimientos reseñados, se apremian con prosa de paso y aprisa; aunque siempre con la gracia mundana de sus apuntes de paseante bohemio, pasajero galante y huésped de hoteles.

Era experto en obituarios, en los que se permitía el balance sumario de cualquier escritor a cambio de un pago inmediato en el periódico.
En cierta ocasión, en Buenos Aires, se gastó con los amigos el pago por un obituario que, al día siguiente, resultó prematuro.

Pero, por otro lado, Darío concibió la literatura como una gran conversación. Aunque sus ideas sobre el artista eran de estirpe romántica, su mundanidad fue evidente muy temprano, y siempre actuó dentro de la literatura como en una institución pública y social. Cumplió todos los rituales obligatorios y las funciones panegíricas del vate público, y debe de ser uno de los poetas que prodigó más versos en los álbumes y los abanicos de las damas de sociedad. Pero aun si en la madurez su concepción poética sostuvo una tendencia pitagórica, una filosofía de la armonía superior; más importante, me parece, es su práctica literaria dialógica, su notable tendencia a pasarse del lado del lector para sumarlo a su obra. Pedro Salinas, en su libro sobre la poesía de Darío, propuso, con buenas razones, que el erotismo era su tema central. Sólo que el erotismo es también una dimensión del diálogo, de la comunicación (conversación, foro, banquete, comunión), que es la postulación central de su trabajo. El erotismo imanta ese diálogo, desde la simpatía y la empatía hasta el goce amoroso.

En último término, la conversación como forma apelativa y convocatoria es en esta obra una fuerza capaz de humanizar el mundo, ampliar la memoria estética moderna, y situar la poesía en la interlocución; entre el poeta y el lector, en el ágape de la literatura.

Desde sus primeros balbuceos poéticos y sus largos romances de adolescencia, Rubén Darío desplegó con gran habilidad esta vocación de su obra. Porque se trata tanto de una convicción interior, del ethos expansivo de su poética, como de una sistemática estrategia de inclusiones.
Empezó incluyendo las voces y formas de los clásicos castellanos, que había leído como si se tratase de una definitiva instrucción formal; siguió respondiendo a los críticos que escribieron sobre él, nada menos que Juan Valera y José Enrique Rodó, entre ellos, a los que asumió, asimiló, y reapropió, dándoles, de paso, lecciones de elocuencia. Prosiguió citando en el poema las voces de los poetas más jóvenes, desde Juan Ramón Jiménez hasta Antonio Machado. Y no cesó de aprender conversando, de criticar dialogando, de explicarse inclusivamente. En muchos poemas, se advierte ese diálogo en crecimiento: con el lector, y con las voces que ocupan el lugar del lector. Por un extraordinario mecanismo de voces inclusivas, entre citas, alusiones, referencias, apropiaciones y hasta glosas, esos poemas retoman la lectura como conversación con la memoria literaria, con la tradición. Tanto el acrecentamiento temático de su obra como el desarrollo de su vasto registro formal, se deben a la ampliación de los interlocutores, explícitos o implícitos, pasados o actuales, personas o personajes; actores y lectores todos ellos del poema que les toma la palabra.
Pienso que esta práctica de la escritura de Darío es también una teoría literaria y, en último término, una definición cultural latinoamericana.

La conversación como teoría literaria postulada por la obra de Rubén Darío nos devuelve a Petrarca y la nostalgia filológica. Es revelador que este poeta extraordinario y filólogo humanista se debiera a su diálogo con el pasado. Le había tocado, dijo, una época detestable; y no podía confiar en los proyectos de futuro. Desempolvando y recomponiendo los fragmentos de Quintiliano y Cicerón, con pasión amorosa por los textos salvados, empezó a conversar con los muertos y nos dejó, en sus epístolas a los clásicos, el testimonio de ese diálogo, pleno de reclamos. En esas cartas les dice cuánto le habría gustado compartir la Antigöedad con ellos y estar libre de la mediocridad de su presente.

Hizo, así, de la filología una arqueología del diálogo, y del mundo clásico el centro de un foro literario permanente. El paradigma dialógico, ciertamente, es más antiguo que Petrarca, se remonta a varias tradiciones, y culmina en el diálogo socrático. Incluye, además, la conversación del camino en las novelas y cuentos de diversos géneros populares, cuyo aliento amistoso llega a Don Quijote; como también incluye los poemas de Cavalcanti, y hasta la saga de la senda interlocutoria en los espacios ascendentes de la Comedia dantesca. Garcilaso de la Vega actualizó la lección petrarquista al poner en diálogo a la poesía española con la italiana, generando así la renovación plena del verso castellano, en su dicción y prosodia. Boscán, en este caso, fue el devoto filólogo capaz de ganarle a la muerte la voz del poeta. Esta transmisión de las voces que renuevan la dicción y de los textos que las documentan, fue a su turno retomada y revivida por Rubén Darío cuando puso a conversar a la poesía en español con la poesía francesa. Generó en ello otra revolución del habla poética, que habría de culminar en las hondas voces de Antonio Machado, César Vallejo y Juan Ramón Jiménez.

A veces son voces más solitarias que otras, casi soliloquios; otras son más públicas, casi arenga y protesta, pero todas ellas reconocen su origen en la hipótesis dariana de una gran conversación transatlántica entre los lenguajes celebratorios de una literatura hecha, en español, mundial.

Antes de ser conversacional la poesía fue una fecunda conversación. Formó la poesía parte de un diálogo cuyos protocolos suponían la inclusividad de los interlocutores: ese ágape filosófico incluía al poeta en la nueva república literaria, capaz de democratizar el proceso comunicativo más allá de las autoridades jerárquicas de la vieja aristocracia monologante y la burguesía monocorde. Si la modernidad se define, precisamente, por la horizontalidad de las comunicaciones, la literatura se adelanta a la utopía comunicativa moderna (teorizada por Bajtin, Benjamin, Habermas, Lévinas, con distintas persuasiones); y propone, desde su lugar de habla, ampliar los protocolos, renovar los papeles comunicativos, incluir nuevos protagonistas, y devolver la palabra a los márgenes del proceso modernizador. Darío y su obra están al comienzo de esa dinámica innovadora de la cultura del diálogo transatlántico, demasiadas veces interrumpido e interferido pero, al final, diálogo de diálogos.

La agencia teórica del diálogo, por lo mismo, propone que sus autores y lectores traman las orillas del idioma, articulan las fronteras genéricas, y forjan una interacción de intercambio y creatividad mutua. Darío y el modernismo iberoamericano, entre Miguel de Unamuno y Jorge Luis Borges, entre Ramón del Valle-Inclán y Miguel ángel Asturias, entre Ramón Gómez de la Serna y Alfonso Reyes, entre Antonio Machado y Pablo Neruda, entre Federico García Lorca y César Vallejo (sólo para citar algunas coordenadas de la conversación atlántica, que incluye los trayectos de París y Nueva York, y así mismo la ruta africana), trazan el mapa dialógico de la modernidad como si se tratase del territorio de una humanidad prometida por la diferencia de una cultura sin fronteras. Así, de la conversación plural literaria a la hipótesis cultural transfronteriza, prosigue una historia del intercambio de bienes simbólicos entre Europa y las Américas, uno de cuyos grandes capítulos de pertenencia americana y gravitación internacional es el modernismo atlántico en su máximo poeta.

Por lo demás, tanto en su poesía como en sus crónicas, en sus relatos como en sus ensayos literarios, en la varia prosificación de su visión poética, política y cultural, Rubén Darío sigue siendo, hoy mismo, un modelo de modernidad realizada. Toda su obra está recorrida por el entusiasmo del presente, por la virtualidad creadora del porvenir, por la memoria celebrada del pasado. Esa vocación ecuménica la distingue con su generosa apelación a una lectura comprometida con los sentidos alertas, con la sensibilidad inmediata, con la inteligencia capaz de asombro. Sus testimonios de la lectura y el viaje, por ello, son otro de los mapas de la conversación que formaliza. Y la arqueología de este territorio de la crónica (tiempo historiado como pasajero) revela hasta qué punto la obra de Darío encarna el encuentro de las temporalidades americanas en el acto liberador de la lectura. Lo vemos en su libro modélico, Los raros (1896), hecho, como Cantos de vida y esperanza, en el fervor de los viajes, las lecturas y la amistad. A tal punto, que es éste un libro que se imprime casi al mismo tiempo que se compila, y que es disputado por uno de sus posibles "raros" (Lugones), y que se prolonga en la crítica de sus lectores severos (Groussac), a quien Darío responde prometiéndole categoría de rareza. No extraña que Darío habrá de convertir este libro en término de referencia de su juventud plena de interlocutores.

SUS DEUDORES
Los modernos de raza nacen en la Nicaragua de 1867, tienen padres alcohólicos, tíos adoptivos y una raya incorregible en el lado izquierdo de la melena. A los tres años ya están leyendo con ansia: visten chaquetas de hojarascas al estilo mexicano y apoyan los dedos, pensativos, en sus mofletes de perro triste.

La estirpe de la modernidad literaria empieza en Rubén Darío, el llamado 'príncipe de las letras castellanas': “Ya lo dijo Borges, todos venimos de Darío”, sonríe José María Martínez Domingo, catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Texas- Pan American, experto en el autor y responsable de varias reediciones de su obra.

“También Henríquez Ureña dijo que de todo poema en castellano se puede decir si fue escrito antes o después de Darío”. “Reinventó el español como lengua poética”, manifiesta Darío Villanueva, director de la RAE. “En el siglo XX tuvimos cinco poetas premios nobeles de la literatura: dos españoles, Juan Ramón Jiménez y Vicente Alexaindre; dos chilenos: Gabriela Mistral y Pablo Neruda y un mexicano, Octavio Paz. Todos ellos le son deudores”.

 

EL PÁJARO AZUL DE RUBÉN
El color azul fue su fetiche y lo grapó a toda su creación: “Es el color del ensueño, del arte, el color helénico y homérico, oceánico y firmamental.

Concentré en él la floración espiritual de mi primavera artística”, reconoció. El azul fue el color del genio, de la creatividad corrosiva, del talento que te golpea las paredes del cuerpo y hasta que no te mata no fluye.

Así se demuestra en uno de sus cuentos más célebres, El pájaro azul, en el que cuenta la historia del poeta Garcín, “bohemio intachable, bravo improvisador, buen bebedor de ajenjo”.

Cuando le preguntaban qué le pasaba, siempre respondía: “Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro...”. Se enamoró de su vecina Niní, rechazó el soborno de su padre -le decía que si seguía escribiendo tonterías, dejaría de mandarle dinero- y comenzó a trabajar en su obra cuando el pájaro azul lo dejaba. Un día apareció con el cráneo roto de un balazo y una nota: “Hoy dejo abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul”.
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