Las dulces tormentas de la memoria siguen sonando
Un caudal estremecedor de sensaciones que despiertan todos los sentidos se expande como una nube que amenaza tormenta, una voz femenina, muchos relámpagos y un rezo a la muerte que más bien invoca la energía vital...
Un caudal estremecedor de sensaciones que despiertan todos los sentidos se expande como una nube que amenaza tormenta, una voz femenina, muchos relámpagos y un rezo a la muerte que más bien invoca la energía vital de los fans agolpados frente al escenario y en el contorno de todas las barandas que rodean la parte interna del Coliseo Universitario.
Atajo entra en el escenario, las flamas prendidas de los encendedores del público invocan espontáneamente a la memoria primigenia de la tradición rockera. La música no muere, sólo se transforma; reggae, cumbia y metal, todo en uno, no importa, así es el rock boliviano.
Si el Festival Internacional de la Cultura buscaba homenajear al Juancho como se lo merece –el compositor, cantante y cofundador de La Logia–, un público alucinado con esas notas rugientes era la forma adecuada; especialmente con esa línea agridulce que con tanto ánimo coreó: “Nos tomamos un trago y aunque no crean nos olvidamos del mundo por un rato”.
Todos los amantes del género, desde imponentes mechudos de la vieja guardia hasta andróginos y sombríos adolescentes asechados por tanto nihilismo, eran parte de algo colectivo en ese instante, que se hilaba en una finísima red de complicidad, acaso un k’anchaku para el Juancho; sólo faltaba La Logia. El cuadrilátero que formaba el escenario era la mesa ritual y los músicos eran las figurillas que se debían consumir en la energía pura del entusiasmo de un público que sólo quería vivir ese momento, el mañana no importaba.