La tumba deshabitada
Domingo 20 de julio de 1980. Hacienda El Potrero, San Javier. La pala hiere la roja tierra chiquitana. En unos pocos minutos se ha abierto una tumba. Es un sepelio extraño; en él no participa ningún doliente, no hay...
Domingo 20 de julio de 1980. Hacienda El Potrero, San Javier. La pala hiere la roja tierra chiquitana. En unos pocos minutos se ha abierto una tumba. Es un sepelio extraño; en él no participa ningún doliente, no hay flores, ni responsos y hasta el féretro es inusual: la caja metálica de un piano de pared. El cuerpo envuelto en una mortaja de plástico tiene signos de haber sido torturado con saña y presenta las inequívocas marcas de la acción del fuego. Está doblado en dos de una forma poco natural, la columna vertebral ha sido fracturada. Se nota que los esfuerzos por desaparecer a Marcelo Quiroga Santa Cruz fueron desesperados… desesperados e inútiles.
Hasta ahora solo se conocieron fragmentos inconexos del derrotero del líder del Partido Socialista 1, luego de que recibiera una ráfaga de ametralladora en las gradas de la Central Obrera Boliviana al mediodía del 17 de julio de 1980. Lo que se Calló hurgó en la memoria de decenas de personas, tuvo acceso a apuntes secretos, legajos judiciales empolvados, confidencias de celda, removió viejas heridas… y con todos esos recuerdos reconstruye hoy una historia que ha esperado más de 37 años para ser contada.
La confidencia
Miércoles 10 de octubre de 2012. Penitenciaría de máxima seguridad de San Pedro de Chonchocoro. El Coronel Roberto Meleán está preocupado. Tiene que devolver una olla que se prestó de otro recluso, pero el cacharro no está intacto: en su base todavía están adheridos los restos de un api que descuidó sobre la hornalla y que ahora son una calcinada pegatina negra. Sin embargo está con suerte, el dueño de la cazuela está tranquilo, no lo acompaña su habitual mal humor; es más, parece deprimido, preocupado… le invita a sentarse y comienza a desgranar una historia que le ha estado fastidiando el alma.
Meleán se sienta frente a Luis Arce Gómez. Además de la silla de ruedas del anfitrión y el banquito en el que se acomoda el visitante, en la estrecha celda apenas cabe un catre de una plaza, una mesa pequeña y un par de cajones. El ex hombre fuerte del gobierno de facto de Luis García Meza ha perdido gran parte de la bravuconería de aquella época en la que advertía a la gente que debía andar “con su testamento bajo el brazo”. Está enfermo y siente que no le queda mucho tiempo; ahora es él quien vive abrazado de su voluntad final y no quiere que ciertos secretos lo escolten a la tumba.
Tal vez piensa en eso, en su propia tumba, cuando coge el papel con el que la Gobernación del penal le autorizó el ingreso de un reproductor de DVD. En el reverso del permiso dibuja un precario croquis mientras complementa con explicaciones cada uno de sus trazos, dibuja y explica, explica y dibuja cómo fue el asesinato y la desaparición de Marcelo Quiroga.
Viernes 10 de julio de 2015, Hospital Militar Central, La Paz. Luis García Meza está cómodamente instalado en una habitación destinada a los oficiales de mayor rango. Su amplio ventanal recibe el sol de la mañana. Está tranquilo, aunque le cuesta mantener la serenidad cuando las preguntas de los periodistas de Lo que se Calló se ponen incisivas. Aclara, antes de dar cualquier detalle, que no tiene responsabilidad en la muerte del líder del PS-1. Explica que la cúpula militar le “ordenó” asumir la Presidencia de la República después de que se produjera el asalto a la Central Obrera Boliviana. Recuerda fechas, personas, detalles… demasiados detalles.
El militar declara que, faltando unos días para la asonada que derrocara a Lidia Gueiler, Hugo Banzer Suárez lo buscaba casi a diario en el Comando del Colegio Militar para persuadirle de que tomara el poder por las armas. Al expresidente de facto entre 1971 y 1978 le quitaba el sueño las acciones de Marcelo Quiroga, quien impulsaba un Juicio de Responsabilidades que amenazaba con llevarle a la cárcel y luego al patíbulo por “traición a la patria”, pena incorporada en el código penal, paradójicamente, durante su cruento mandato.
“El 17 de julio se me escapa, se me desaparece. Al saber eso, lo mando (sic) al Coronel Arce Gómez a que lo controle al General (…). Banzer en persona dirige, con el doctor Paz Estenssoro, el asalto a la COB para sacar a todos los políticos y el suboficial ‘Killer’ es el que lo reconoce a Marcelo Quiroga Santa Cruz, lo baja hasta el descanso y le mete los dos balazos”, declara García Meza.
Jueves 17 de julio de 1980, El Prado, La Paz. Malherido, pero aún con vida, Marcelo Quiroga Santa Cruz es introducido en una de las ambulancias Ford de la Caja Nacional de Seguridad Social (CNSS) que habían sido utilizadas para el asalto a la COB por José Luis Ormachea España, “El Loco”, y Felipe Froilán Molina, “El Killer”. Este último todavía lleva en bandolera la subametralladora Uzi 9 mm. de fabricación israelí con la que, según varios testigos, disparó sobre el dirigente político. Lo que sucede dentro del vehículo, quién o quiénes más están abordo, es hasta hoy un incógnita.
Sin embargo, se sabe que las ambulancias tienen ese día un solo destino: el Gran Cuartel de Miraflores. En el trayecto, algunos de los paramilitares que trasladan a otros presos políticos hacen gala de sus armas sacando los cañones por las ventanillas, hasta que uno de los jefes de patrulla les llama a la discreción a carajazos, según recuerda hoy el periodista Carlos Soria Galvarro, quien fuera arrestado aquel fatídico jueves.
Ya dentro del Estado Mayor, las ambulancias que trasladan a los líderes del CONADE (El Consejo Nacional de Defensa de la Democracia, una organización conformada por las fuerzas sociales y políticas de izquierda ante la inminencia del golpe) se dirigen a las caballerizas, pero una de ellas, la que lleva a Quiroga Santa Cruz, se desvía hacia el patio de honor del Departamento Segundo del Estado Mayor General, el temido G2, la unidad de inteligencia bajo el mando de Luis Arce Gómez.
Es difícil establecer, más allá de toda duda razonable, si es que los ex presidentes Víctor Paz Estenssoro y Hugo Banzer Suárez estuvieron al mando de la operación que terminó con el secuestro del líder del PS1, como afirma hoy Luis García Meza. Pero sí se puede afirmar, de acuerdo con varias declaraciones coincidentes, que al menos Banzer tenía un interés particular en la desaparición del político y escritor. Lo que ocurrió en la tarde de ese jueves 17 y los días posteriores demostraría hasta dónde pudo llegar ese interés.
Había recibido al menos dos disparos de la subametralladora que llevaba el “Killer”, suboficial Felipe Froilán Molina Bustamante, pero Marcelo todavía estaba vivo cuando lo depositaron en el patio de honor del G2. Allí pasaron varias cosas, hubo varios testigos, pero pocos están dispuestos a decir lo que realmente ocurrió.
“Han pasado un montón de cosas ese día que yo no sé cómo han sucedido. Marcelo aparece desfigurado, como si lo hubiesen pegado primero. Tenía el ojo hinchado, toda la cara estaba mal, el ojo verde…”, dice hoy García Meza. Pero a contramano de toda la evidencia, supone que los signos de violencia son el resultado de la manipulación del cadáver y no de una tortura.
Más reveladora es la declaración que Cayetano Llobet, compañero de partido de Quiroga, hizo ante la Corte Suprema de Justicia durante el juicio a García Meza y sus colaboradores. “En el campo de concentración en Puerto Cabinas (donde fueron residenciados los dirigentes detenidos en la COB), estábamos a cargo de dos oficiales: un Comandante, el señor Velasco Bejarano, y el suboficial Alfredo Ríos, ambos de la Naval; el suboficial Ríos nos refirió con toda claridad que fue una de las personas que estuvo el 17 de julio en el Estado Mayor y afirmó categóricamente que Marcelo no murió en la Central Obrera; que él había visto cuando llevaban su cuerpo al Estado Mayor y le arrancaban la lengua”.
La revelación del suboficial Alfredo Ríos a los confinados parece haberle costado, dos años más tarde, una horrible muerte. Carlos Soria Galvarro cuenta el final de este militar en su libro Vista al Mar. “A fines de ese año (1982) había sido detenido por sus propios camaradas de armas bajo la acusación de pasar secretos y bagajes militares a un partido de izquierda. Según denuncia de sus familiares y de los organismos de Derechos Humanos, había sido salvajemente torturado, incluso atravesado con ganchos metálicos y colgado como una res, hasta morir. Uno más de los casos que la Justicia Militar nunca ha esclarecido ni sancionado”.
García Meza dice tener información de lo que le pasó al cuerpo de Marcelo Quiroga la tarde de ese 17 de julio solo a través de aquello que le dijera Guido Benavides Alvizuri, exjefe de inteligencia de Banzer que murió en el penal de Chonchocoro cumpliendo una condena a 30 años de presidio por los hechos de ese 17 de julio.
Las declaraciones y los documentos existentes permiten construir la hipótesis de que, luego de ser martirizado, Marcelo Quiroga recibió un tiro de gracia en el patio de honor del Departamento Segundo del Estado Mayor de Ejército. Inclusive García Meza declaró hace algún tiempo que Luis Arce Gómez le disparó, estando aún con vida, en una de las rodillas.
Viernes 18 de julio de 1980, Mallasilla, límite intermunicipal con Achocalla. Yo le di la orden a Arce Gómez de que llevara el cadáver a donde correspondía, es decir que lo entregue a sus familiares, pero él no me hizo caso, hizo caso a las órdenes que le daba el general Banzer. Guido Benavides Alvizuri me comenta que Luis Arce Gómez quiso deshacerse del cadáver de Marcelo, para eso llevaron el cuerpo y un par de medios turriles a Mallasilla, ahí más allá del club de Golf, le echaron gasolina y allí lo quisieron quemar”, recuerda García Meza.
Hugo Rodas detalla en la amplia biografía que escribió sobre Marcelo que los encargados de trasladar el cadáver a Mallasilla fueron dos paramilitares de confianza de Arce Gómez: Fernando “Mosca” Monroy y Alex Pacheco. Veinticuatro horas antes, Monroy todavía guardaba detención en la Cárcel de San Pedro por el asesinato a mansalva de un manifestante de izquierda meses atrás, pero fue mandado a liberar por Arce Gómez para encargarse de los allanamientos y detenciones el día del golpe.
Los paramilitares trasladaron los cuerpos de Marcelo y Carlos Flores Bedregal, que había caído también en el asalto a la COB, presumiblemente tratando de proteger a Quiroga Santa Cruz, a las escarpadas y erosionadas laderas cercanas a Mallasilla, más específicamente cerca al límite intermunicipal con Achocalla. Allí dejaron los cadáveres envueltos en frazadas plomas (dotación regular de la tropa militar) en el fondo de una estrecha quebrada. Pensaron que nadie los encontraría. Se equivocaron.
En las primeras horas del viernes 18 de julio de 1980, dos campesinos que caminaban desde Achocalla hasta la zona Sur de La Paz alcanzan a ver lo que parecen ser dos cuerpos en el fondo de una erosionada sima. Apresuran el paso para dar parte a los policías del retén que se encontraba en la zona de Aranjuez, cerca de lo que ahora es el parque Bartolina Sisa. El policía Damián Gutiérrez Castro, que estaba de turno en la tranca, recibe la denuncia y telefonea a la Dirección Nacional de Investigación (DIN), el equivalente de entonces a la actual Fuerza Especial de Lucha contra el Crimen.
Viernes 18 de julio. DIN, calle Sucre esquina Bolívar. 9:30. Los agentes de la División Homicidios están aburridos. Ya están más de 48 horas acuartelados en sus oficinas por orden del temible Guido Benavides Alvizuri, jefe de la DIN. La orden de Rogelio Gómez Espinoza, subjefe de la División, rompe la monotonía del encierro. Hay que ir a hacer el levantamiento de dos 210 (persona fallecida en el código policial).
El contingente desplegado es inusualmente grande: seis personas deciden acudir al llamado, algunos a manera de escapar del aburrimiento de aquel viernes con sabor a resaca de golpe de Estado. Joaquín Quisberth es el detective asignado al caso que a las 9:45 le pide al chofer Erminio Mena que prepare el vehículo para atender la denuncia.
Una de las cosas que hasta ahora no se ha esclarecido es la razón por la que, pese al tamaño de la comisión de la División de Homicidios, en esta no participa personal de laboratorio criminalístico, es decir: no hay fotógrafo, planimetrista ni otro funcionario forense. Quienes estuvieron en el vehículo de Homicidios ese día atribuyen esta omisión a lo inusual de esas jornadas, al desconcierto que se vivía en toda la ciudad.
En el vehículo están: Rogelio Gómez, subjefe→ →de la División Homicidios; Joaquín Quisberth, investigador asignado; César Altamirano, detective; el chofer Erminio Mena y los agentes David Alarcón y Juan Aquize. Este último, de una notable musculatura, siempre era citado cuando se requería trabajos de fuerza o se anticipaba la posibilidad de “problemas”. Aquel día participó más como voluntario.
La comitiva llega a la tranca de Aranjuez y luego sube por el sinuoso camino hasta el lugar del hallazgo. Joaquín Quisberth y César Altamirano son los encargados de bajar, con el uso de cuerdas, hasta el lugar donde yacen los cadáveres de Marcelo Quiroga Santa Cruz y Juan Carlos Flores Bedregal.
En una declaración judicial, Altamirano sostiene que de inmediato reconoció el cuerpo del líder del PS1. “Estaba con paletó medio gris, con corbata, camisa blanca, tenía algo en la boca y los cadáveres estaban (envueltos) en camas (las cobijas militares grises)”, reveló ante los tribunales en el año 2007.
Puede tratarse de una omisión involuntaria o de una deliberada mentira, lo cierto es que, aunque Marcelo vestía aquel día un saco gris oscuro y una camisa blanca, no llevaba corbata, como muestran las últimas fotos con vida tomadas del político minutos antes del asalto paramilitar a la COB.
Altamirano y Quisberth vuelven a envolver los cadáveres con las frazadas y los aseguran con las sogas. Juan Aquize comienza el trabajo de “izar” los cuerpos hasta la cima del barranco. Hoy recuerda que fue un trabajo duro, que demandó no solamente mucha fortaleza física, sino también bastante tiempo.
Terminada la labor, subieron los cuerpos a la vagoneta de la División Homicidios y emprendieron el regreso a la ciudad. Juan Aquize recuerda hoy que hablaron poco, pero dice que Joaquín Quisberth les mostró, como si se tratase de un trofeo, la Cédula de Identidad de Marcelo Quiroga. De hecho, cuenta hoy, en los siguientes días enseñó el documento a todo aquel que quisiera verlo, hasta que fue duramente reprendido por su jefe, Rogelio Gómez.
Viernes 18 de Julio de 1980, Complejo Hospitalario de Miraflores. El vehículo con los seis agentes de Homicidios y los dos cadáveres cruza la ciudad inusualmente vacía hacia el complejo hospitalario de la zona de Miraflores, concretamente hacia la morgue, un procedimiento regular tras el levantamiento de cadáveres.
Los agentes hacen el papeleo para dejar los cuerpos y Rogelio Gómez les invita a su casa de Villa San Antonio a comer algo ligero, ya que eran las como las tres de la tarde y hasta entonces no habían almorzado. Luego de la merienda, la comitiva de seis personas regresa a las oficinas de la DIN en la calle Sucre.
Gómez sube hasta las oficinas de Guido Benavides, el todopoderoso de la Dirección de Investigación Nacional, que según García Meza había participado de las torturas a Marcelo Quiroga en el Estado Mayor, para darle parte sobre el hallazgo. Es posible que Benavidez ya hubiera estado al tanto de todo, inclusive con información más actualizada que el propio subjefe de la División Homicidios, porque lo manda de regreso a la morgue: los cuerpos habían desaparecido.
En el tanatorio, luego de que los agentes de homicidios dejaran los cuerpos, una serie de hechos cambiaría, en apenas una hora y media, el curso de la historia. Unos minutos después de que los agentes de homicidios se retiran, hasta el lugar llega, todavía no se sabe enviado por quién, Enrique Agustín Peñaranda, fotógrafo de la DIN. Las imágenes que toma aquella tarde son el único registro gráfico que se tiene del cadáver de Marcelo Quiroga Santa Cruz.
En ellas se ve el rostro del político y escritor desfigurado por los golpes. Años más tarde, después de analizar las imágenes, el doctor Rolando Costa Arduz declaró durante el juicio a García Meza y sus colaboradores, que el político había sido golpeado en vida, pues las magulladuras que se veían en las imágenes no correspondían a lesiones post mortem.
El forense también certificó que las imágenes fueron tomadas en la Morgue del Hospital de Clínicas. Reconoció las baldosas del lugar.
Apenas habían pasado algunos minutos desde que Peñaranda terminara la sesión de fotografía y se retirara del lugar cuando dos hombres armados con metralletas entraron en la morgue. A partir de aquí hay dos versiones y una polémica.
El responsable de la morgue, Manuel Velasco, obrero afectado por un incipiente alcoholismo, contó ese mismo día que dos personas armadas irrumpieron en el tanatorio del Hospital de Clínicas a bordo de un jeep de apariencia militar, bajaron con las metralletas en ristre y luego de amenazar a gritos, rompieron la puerta del depósito de cadáveres y se llevaron los cuerpos. Cuando llegaron los agentes de la DIN, él les dio esa versión y además dijo haber reconocido a uno de los sujetos, aunque, de acuerdo a Juan Aquize, no les dio el nombre.
Años más tarde, en el marco de un nuevo proceso judicial se citó a los agentes de la DIN que participaron del levantamiento legal de los cadáveres y a Manuel Velasco, responsable de la morgue. Las declaraciones de este último nunca aparecieron en el expediente y en cambio algunos de los agentes cambiaron su declaración diciendo que Velasco les relató que quienes asaltaron la morgue llevaban capuchas y que no pudo reconocer a nadie. Por estas contradicciones los detectives fueron condenados a tres años de prisión.
Aquí es donde se pierde el rastro de Marcelo. Lo que ocurre con los cuerpos de Quiroga Santa Cruz y Flores Bedregal no está del todo claro. Varias versiones apuntan a que en un intento desesperado por hacer desaparecer los cuerpos, éstos fueron incinerados en dos turriles en las afueras de la ciudad. Uno de quienes sostienen esta tesis es Luis García Meza.
Una de las pocas evidencias documentadas sobre la quema de los cadáveres son las declaraciones del suboficial Raúl Solano Medina ante la Justicia. El militar, que años más tarde fue enjuiciado por la desaparición de los diarios del Che Guevara en Bolivia, declaró que en julio de 1980 él era encargado de archivos de la Sección Segunda del Estado Mayor (Inteligencia) y que por órdenes superiores entregó 400 litros de gasolina a los suboficiales Castaños y Maca para la quema de los cuerpos de los líderes políticos del PS1.
Se habla, alternativamente, de Mallasa, la cuenca del río Orkojahuira a la altura de Chuquiaguillo, el Valle de las Ánimas o hasta el mismo barranco detrás del Estado Mayor como los lugares donde los paramilitares incineraron los cadáveres.
Sea cual fuere el sitio, la ciencia forense explica que para hacer desaparecer un cadáver mediante la acción del fuego se requieren altas temperaturas (entre 1.200 y 1.500 grados Celsius), ventilación y aceleradores como la gasolina en gran cantidad. Aun así, se necesitan al menos 12 a 14 horas para que la combustión sea completa. Era julio, el mes más frío del año en La Paz, así que es difícil imaginar que los golpistas pudieran cumplir su cometido.
García Meza declara que los responsables de hacer desaparecer los cuerpos volvieron al día siguiente al sitio donde les habían prendido fuego para descubrir que la cremación apenas había chamuscado un poco los cadáveres.
Domingo 20 de julio de 1980. De La Paz a San Javier. El exdictador sostiene, siempre citando a Guido Benavides, que comenzó la desesperación por hacer desaparecer el cadáver de Marcelo Quiroga. “Arce Gómez se contacta con Banzer y este le dice que haga llevar el cuerpo a Santa Cruz en el avión de Widen Razuk”.
Con casi cinco años de lapso García Meza y Arce Gómez declararon por separado que Widen Razuk llegó en la aeronave Fairchild de su propiedad a La Paz. Sin abundar en detalles dijeron que el piloto fue un exmayor de aviación de apellido Revollo que había sido hombre de confianza de Banzer.
“En ese avión fue que lo llevaron, según Benavides y después me contó algo Arce, hasta la hacienda de San Javier. Ese es un secreto que guarda Arce, él mismo ha debido estar en el avión”, le dijo García Meza a Lo que se Calló.
La operación se realizó con el mayor sigilo, pero los más altos niveles castrenses, como el general Waldo Bernal Pereira, comandante de la Fuerza Aérea, estaban al tanto. Este último jefe militar, de acuerdo con la declaración de Oswaldo Justiniano, abogado de Arce Gómez, fue quien autorizó el aterrizaje y el despegue de la aeronave en la pista de la FAB de El Alto.
El Fairchild decoló de la base aérea con rumbo sudeste (SE). Y luego de hora y media de viaje hizo una escala técnica en Santa Cruz de la Sierra. El avión pudo haber ido directamente de La Paz hacia su destino en la Chiquitania, el viaje era más corto. Quizás hizo la parada en Santa Cruz para recoger algún pasajero… tal vez nunca se sepa.
La aeronave continúa con su itinerario, toma rumbo Nor Nor Este (NNE) y menos de media hora después toca tierra en la pista de San Javier, en las afueras del pueblo, muy cercana a las haciendas de Hugo Banzer y Widen Razuk.
Domingo 20 de julio de 1980. Hacienda El Potrero, San Javier. El Mayor Revollo deja a su carga humana en la pista de San Javier y regresa con la aeronave hacia Santa Cruz. La hacienda de Banzer está desolada, inclusive considerando que es domingo. Los peones y demás personal han recibido la orden de ir al pueblo con sus familias.
Solo cuatro personas quedan en la propiedad. Cuatro varones adultos que se encargarían de sepultar el cuerpo de Marcelo Quiroga Santa Cruz y probablemente también el de Juan Carlos Flores Bedregal. Cuatro hombres que sellaron un pacto de silencio.
La corta distancia que separa la pista de aterrizaje de la entrada a la hacienda (que por entonces se llamaba El Potrero) no alcanza los 700 metros. El lugar elegido para la sepultura está unos metros más allá, en la parte posterior de la Capilla.
Hay un poste de leño clavado en la tierra a cuyos pies se abre la zanja para contener el cuerpo. Los cuatro enterradores están serios: Widen Razuk, Prefecto de Santa Cruz; Abraham Bautista, tesorero del golpe de Estado; Luis Arce y Hugo Banzer han sellado con soldadura la caja metálica que contiene los restos de Marcelo.
La tumba es superficial, el improvisado féretro no queda a más de 60 centímetros por debajo de la superficie, pero los sepultureros se dan por satisfechos. Arce Gómez escupe sobre la tierra recién removida y dice mirando a Banzer: “Al fin ha de dejar de joder este carajo”.
Lunes 31 de agosto de 2015. Corte Superior de Justicia de La Paz, Piso 6. El coronel Roberto Meleán llega al Juzgado de instrucción en lo Penal flanqueado por dos custodios. Tiene unos minutos antes de que comience su audiencia y los dedica a hablar con Lo que se Calló. Cuenta cómo Arce Gómez le confió el mapa y la historia detrás de la desaparición de Marcelo. Cómo el exhombre fuerte de García Meza le amenazó con involucrarlo si es que revelaba el secreto. “Me dijo que solo cuatro personas sabían la historia completa y que, de ellas, él (Arce Gómez) era el único sobreviviente. Yo he decidido hablar, el país y la familia tienen que saber qué pasó, ya es tiempo de cerrar esas heridas, yo no pido nada a cambio”, dice emocionado.
Le hace prometer al periodista de Lo que se Calló que investigarán a fondo el caso. Cuando recibe la respuesta afirmativa trata de abrazar al reportero, pero tiene las manos enmanilladas. Entonces se quiebra en llanto: “Él no merecía ese final, Marcelo Quiroga era un buen hombre”.
Post Scriptum
Aunque las evidencias recolectadas por Lo que se Calló parecen sostener la tesis de que el cuerpo de Marcelo Quiroga Santa Cruz fue exhumado en la hacienda El Potrero el 20 de julio de 1980, es difícil saber (hasta que no haya un peritaje forense completo) si es que el cadáver sigue en ese sitio luego de 37 años.
Muchas cosas han pasado desde entonces, entre ellas la asunción al poder de Banzer por la vía democrática. En el tiempo que duró su mandato, el exdictador tuvo todo el tiempo y los recursos para haberse deshecho de los restos. Pero eso es algo que tal vez nunca se sepa. •
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