Antonio José de Sucre, “Libertador del pensamiento” (*)
El alma pintada en los papeles del Gran Mariscal de Ayacucho
Prendido de las garras de un cóndor y a punto de estampar su firma en la nueva Ley de Imprenta, Antonio José de Sucre, presidente de la República, difícilmente tenga conciencia de que con el devenir de los siglos se le reconocerá como uno de los primeros defensores del derecho a la libertad de pensamiento y de expresión en la historia de Bolivia.
Corren los tensos días del año 1825. Atrás va quedando el júbilo de la recepción de los agradecidos chuquisaqueños al vencedor de Ayacucho; él, lejos está de imaginar las ansias irrefrenables de volver a Quito que le asaltarán en 1828. Por ahora, soporta los achaques de alguien que podría duplicarle la edad y, aun así, desde la trinchera militar, no desfallece. Solo él y la intimidad de sus escritos saben del verdadero costo de la retirada después de haber contribuido en alto grado a la independencia americana.
¿Cómo podría sospechar la herida mortal, luego de aquella otra ‘venial’, en Berruecos; la noticia que llega a oídos de Mariana Carcelén, la joven viuda, y el entierro, en secreto, para evitarles el gusto a sus enemigos de verlo exhalando el último aliento? Dicen que solo se escuchó una frase: “¡Ay, balazo!”.
Ante la proximidad de un nuevo aniversario de su nacimiento (3 de febrero de 1795), vuelve el recuerdo de Antonio José, el Gran Mariscal, como el hombre sobresaliente que fue: un héroe, un prócer, un adelantado. De él se suele destacar su habilidad, su inteligencia, su valor; ¡cuántas veces habremos escuchado hablar de su cualidad de estadista! ¡Y cuánto más nos hemos perdido de descubrir en sus papeles por no leerlos con otros ojos!
Es gracias a la revisión de su correspondencia, de sus decretos y leyes, de los periódicos impulsados por él que se distinguen sus pensamientos y, entre líneas, trasluciéndose como la esencia en la obra de un pintor, su alma.
De la valiosa exploración realizada hasta ahora de aquellos papeles que hablan en español antiguo y tiñen colores ocres es posible colegir la óptica fría, pero provechosa, de la ciencia de la Comunicación Social. Esta aún tiene mucho por ofrecer a los futuros estudiosos de la obra del presidente Sucre, por ejemplo, ahondando en las iniciativas políticas del Mariscal en pos de menguar la ignorancia de sus gobernados mediante una educación asistida por la herramienta del periodismo.
En su gobierno, Sucre se fija prioridades. Como sabe que el ejercicio de la vida en democracia no será posible sin un futuro mejor, se preocupa (y hasta llega a obsesionarse) por la enseñanza en las escuelas y en los colegios de Quito, primero, y de Chuquisaca, después.
“Persuadido que un pueblo no puede ser libre, si la sociedad que lo compone no conoce sus deberes y sus derechos, he consagrado un cuidado especial a la educación pública…”, resalta en su mensaje al Congreso de la Nación, en 1826. Y “los pueblos pierden la memoria del bien cuando no son ilustrados”, le escribe al general Santander ese mismo año.
La opción de Sucre por fomentar la educación se debe al primigenio interés que viene demostrando el libertador Simón Bolívar, quien desde largas distancias guía al Mariscal con las mudas palabras del ejemplo. Lo hace con la demanda de un país urgido de reformas educacionales, pero también con la necesidad de normar la libre expresión, aunque en última instancia esta no sea reconocida así, literalmente, como un derecho.
La fundación del que es considerado el primer periódico de estas tierras, El Cóndor de Bolivia, por el gobierno del Gran Mariscal es atribuida, precisamente, al reflejo de la experiencia que Bolívar tiene en La Angostura, Colombia, con el Correo del Orinoco, no obstante las referencias de que el General cumanense viene de fundar en Quito El Monitor, dos años antes, en 1823. Por esto a Sucre se le reconoce como pionero del periodismo boliviano y continental, y no tanto por sus valiosísimas crónicas epistolares de la guerra que en mayor justicia le emparentan con el periodista o el comunicador social formado en las universidades de nuestros días.
En 1825 Sucre siente la necesidad de crear un órgano de prensa en Bolivia con el objetivo de difundir lo que se ejecuta durante su gobierno, no sojuzgado por la mezquindad del que se vale del periodismo para beneficio propio —aunque probablemente algo de esto hay— sino, ante todo, por establecer un instrumento de ilustración que rescate a los altoperuanos de las tinieblas informativas en las cuales se encuentran.
Sobre la base de aquella experiencia germinal con el periodismo en Quito, diversas opiniones certifican, en primer lugar, la cualidad de Sucre de ser un hombre respetuoso de la pluralidad de criterios y la importancia que tanto él como Bolívar le confieren a la prensa internacional. Algunos autores confirman también la decidida intervención de ambos en los periódicos creados por ellos mismos.
No hace falta escudriñar demasiado en El Cóndor de Bolivia para encontrar casos de discrepancia con algunas medidas del Gobierno. Uno que ilustra la tolerancia de Sucre respecto de los criterios que no condicen con los suyos es el de las reacciones a la discutida “contribución directa”, una disposición que, aunque efímeramente, sustituyó el tributo indígena por un sistema de aportes universales.
En el mismo sentido de la tolerancia, pese a no ser fácil su relación con cierta prensa alineada a los círculos de poder que veían afectados sus intereses, él nunca deja de aceptar la disidencia.
Habida cuenta del convencimiento de que la publicidad de la información y la confrontación de las ideas serían pilares importantes para su gobierno, el general venezolano —pero también colombiano— encarga la dirección del periódico boliviano a un español: a su mano derecha y ministro del Interior y de Relaciones Exteriores, Facundo Infante, quien había emigrado a América por sus concepciones liberales.
Dice el historiador William Lofstrom: “Las ideas del Presidente influyeron en la elección del material que se incluía en el periódico. Sucre e Infante eran como gemelos: pensaban exactamente igual. Prófugo exiliado de España, Infante llegó literalmente en harapos a Oruro para entregarse a Sucre; de aquella figura marginal y triste pasó a colaborador estrechísimo de Sucre y, luego, al retornar a España, se convirtió en una figura muy importante de la política liberal española”. Precisamente por esa ligazón de pensamiento resulta difícil identificar o establecer con precisión cuáles son las contribuciones puntuales del Mariscal a El Cóndor de Bolivia.
El contexto de la naciente república es un escollo para el impulso desarrollista del Gobierno, pero no alcanza a detener el empeño del Presidente por llevar a buen puerto la empresa de este periódico. Y cuando cree haber controlado a sus enemigos externos, Sucre debe lidiar con el hastío que tiene por las responsabilidades políticas y con los dolores físicos que le recuerdan cómo la edad cronológica no puede disimular el estado del alma castigada de trajín.
Ante la maestría y la sutileza con que lleva a efecto su plan de consolidación de El Cóndor, cuando este semanario logra superar las exigüidades de la época (se imprimen 134 números consecutivos, a diferencia de las fugaces ediciones de El Chuquisaqueño y La Gaceta de Chuquisaca), los que acaban malparados son sus detractores políticos, entre los cuales se podría contar a la Iglesia. Desde luego que las ideas liberales chocarían con los eclesiásticos, que no aceptan las reformas draconianas a la Iglesia del Alto Perú. Los roces entre los redactores de El Cóndor y funcionarios del Gobierno con autoridades de la Iglesia se ven reflejados en varios números del periódico oficial.
A esto se suma el cambio de hábito de los lectores, que vuelcan su mirada a los autores de la Ilustración. Así, con su inteligente accionar, entre distante y a la vez cercano a la gaceta ministerial que dirige Infante, Sucre termina llevándose los honores de haber propiciado el registro impreso de la historia republicana de Bolivia […]
Recordemos que el periodismo estuvo ausente de la Audiencia de Charcas por falta de una imprenta y que esta carencia sería cubierta solo después de la batalla de Tumusla, en abril de 1825, con la derrota del ejército realista de Pedro Antonio de Olañeta. Sucre, por último, entregará la preciosa imprenta a la Universidad San Francisco Xavier.
Visionario en el sentido de entender que se necesita apuntalar con acciones políticas la lucha independentista, el Mariscal asume prontamente que una ley para el ejercicio de la prensa constituiría un avance fundamental en la construcción de la nueva sociedad democrática.
Entonces, otra vez inspirado en la obra del Libertador —que solo 18 días antes había redactado la primera Constitución Política de Bolivia consignando que todos los ciudadanos pueden comunicar y publicar sus pensamientos de manera oral o escrita— dicta la primera Ley de Imprenta, norma que la Asamblea Constituyente promulgará el 7 de diciembre de 1826 y que —él no podría adivinarlo— será refrendada, 122 años más tarde, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU.
Genio militar con humanismo, eterno preocupado por el orden y por tanto contrario a la anarquía, tómense por engañosos los estereotipados manuales de cierta historia colegial que en los años postreros lo mostrarán sumiso, inerte en la retaguardia de Bolívar; si bien en todo momento le guardará fidelidad, esto no significará jamás una subordinación acrítica hacia el Libertador. Y aun así, los dos se admirarán y se rendirán afecto mutuo hasta el final de sus días.
De su humildad, sencillez y carácter apacible, incluso de su ternura que contrasta grandemente con la severidad del castigo a la corrupción, se valdrán algunos autores para menospreciarlo con diplomacia y otros también para santificarlo con exageración. Al fin de cuentas, todos coincidirán en ensalzar su don de gente y benignidad, su clemencia y respeto a la vida, atributos difíciles de honrar en tiempos de guerra.
Un personaje sensible es el Gran Mariscal. Ya su profusa correspondencia (se calcula que hay más de siete millares de piezas conocidas de su puño y letra) revela su especial afición por la escritura, a la vez que deja entrever una solitaria necesidad de comunicar lo que piensa a sus seres queridos. Debe ordenar y recibir órdenes; debe intercambiar tácticas, estrategias; debe enterarse de detalles de las ambiciones argentinas y peruanas; debe expresar sus felicitaciones a las nuevas autoridades del vecindario; debe informarse del curso que toma el mundo. Pero también, siente el íntimo deseo de dar y recibir amor.
“Estoy cansado de escribir hoy: no sé qué haga para buscar quien me ayude. Sin jefe de estado mayor, sin secretario, tengo yo que hacerlo todo; el tiempo no me alcanza y el ejército se priva de mi trabajo activo. Estoy, además, enfermo del pecho y no puedo escribir sin acostarme muerto de cansancio y de dolor. Otras veces escribía día y noche” (Antonio José de Sucre, Carta al coronel José Gabriel Pérez, 24 de marzo de 1824).
“Sucre era un trabajador infatigable, pasaba las noches escribiendo sin descanso, él mismo, de su propio puño, a las autoridades locales, curas, etc., y su autoridad y laboriosidad nos tenían a todos admirados” (Francisco Burdett O’Connor, Independencia Americana: Recuerdos de Francisco Burdett O’Connor, 1895).
“El General Sucre escribió con sus manos resmas de papel para impugnar a los enemigos del Perú y de la libertad; para sostener a los buenos, para confortar a los que empezaban a desfallecer por los prestigios del error triunfante. El General Sucre, escribía a sus amigos…” (Simón Bolívar, Resumen sucinto de la Vida del General Sucre, Lima, 1825).
Tal vez aquel apego a la escritura le haya iluminado para liberar el pensamiento de los bolivianos, para abrir los candados de la autocensura del pueblo entero y no solamente de los que blanden la pluma del periodismo en busca de la verdad […]
Para seguir el curso del vuelo del Cóndor, Sucre le roba tiempo al tiempo que habitualmente le dedica a sus ajetreadas faenas castrenses. Se preocupa hasta de la falta de papel: en una carta a Bolívar le comenta que “no se ha podido encontrar papel ni en Buenos Aires; si en Lima lo hay, fuera bueno que U. hiciera venir un poco”.
Demócrata incorruptible (siente “odio radical contra la tiranía”, dice el venezolano Salcedo-Bastardo), creyente en la libertad y la fraternidad, idealista hasta que las condiciones adversas le hacen perder casi todas las esperanzas (“estoy persuadido que el terreno sobre que trabajamos es fango o arena; y que sobre tal base ningún edificio puede subsistir. Muy bellas son las teorías que defendemos en América. ¡Ojalá se practiquen!”). Así se muestra Sucre en sus papeles un año antes de morir […]
Sus cartas, de todos modos, lo delatan. Por más que aclare su disposición de seguir en la presidencia hasta 1828 con el propósito de “fijar un sistema sólido”, está cansado, asfixiado por el cargo que nunca quiso. Le angustia saberse hombre político y repite sistemáticamente su deseo de “irme con Dios a vivir tranquilo en Quito”.
Vive en la duda permanente, algo que Bolívar define como “manías de delicadeza”. Por un lado, se exige al máximo por la institucionalidad de la república; por el otro, vislumbra el final anticipado que truncará el ambicioso proceso de reformas. Con una mano saca fuerzas de flaqueza para interceder ante Bolívar por su tío José Manuel, de 61 años, que ha sido injustamente cambiado de destino; con la otra, ofrece al Libertador descanso en su soñada casa de ciudadano común y corriente, en Quito.
Qué lejos se ven sus inicios en la vida militar, con solo 13 años, por más que a los 14, según sus propias palabras, se sintiera ya maduro. Cómo podría imaginar este final, el Mariscal, ocupado como está en sentar las bases de unas instituciones aspirantes a la justicia y la igualdad. Cómo podría, Antonio José, desprevenido de que los asesinos le esperan en la montaña para dispararle a quemarropa.
Al lado de Bolívar, no atrás ni adelante, Sucre es el gran libertador del pensamiento sudamericano. La emancipación de los pueblos respecto de la Colonia española no puede reducirse a las victorias obtenidas en los campos de batalla; ni tampoco el subsiguiente proceso político y militar debe entenderse como la mera disociación geográfica de territorios que formaban parte de un imperio para terminar dando paso al nacimiento de estados soberanos.
El aporte de Antonio José de Sucre a la independencia trasciende el ámbito de la marcialidad, incluso soslaya los dictados de la ciencia profanando los genes de la estirpe militar que corren por el cuerpo del Mariscal. Si bien las reformas impulsadas por él no llegan a consolidarse por diversos factores atribuibles a la complejidad de la génesis de la república, ¿quién se atreve a dudar del valor de su contribución a la nueva institucionalidad del país? Y sin embargo, nada será comparable a su logro más inestimable: el haber liberado el pensamiento de los bolivianos.
“Ud. ha visto mis pensamientos escritos, mi alma pintada en el papel”, le confía Bolívar a Simón Rodríguez cierto día. Si pasamos por alto sus discrepancias con el maestro inmortal, del mismo modo se manifiesta Antonio José de Sucre en sus escritos.
Humano, íntimo, rígido cuando lo amerita, piadoso en lo más profundo de su ser; así lo recordamos hoy, a días de un nuevo aniversario de su nacimiento, dando brochazos de alma sobre sus cartas, sobre sus periódicos, en sus papeles…
* Con leves modificaciones, el presente es el texto leído por el autor de este artículo como trabajo de ingreso a la Sociedad Geográfica y de Historia Sucre (SGHS) en 2012. El original, publicado en el Boletín Nro. 485 de la SGHS y disponible en internet, contiene las fuentes utilizadas por Díaz Arnau.