Mi persona favorita
Un homenaje al mariscal Antonio José de Sucre por el 225 aniversario de su natalicio
Mi persona favorita tiene un nombre bonito, un nombre que sabe a dulzuras; un nombre de azúcar al fin. Y tuvo —como esas estrellas de larguísima estela— un vuelo de vida tan raudo que muchas veces bastó mirar en sus ojos siempre tristes para entender que sus escasos treinta y cinco los pasó volando bajo, a saltos entre la parca, la fama, la gloria y el más aguerrido de los enconos.
¿Enconos?
¿Enconos, celos, odio y maledicencia hacia quien es el gallardo militar más cercano al Libertador? Ciertamente en ese año, 1826, el mundo era cruel. Pero, como siempre, los espejismos existían y muchas veces llegaban de la mano de las mejores intenciones.
El Mariscal de Ayacucho arribó a la celebérrima Audiencia de Charcas desconcertado por tanto boato, pues a lo largo del camino de Potosí a Chuquisaca lo recibían entre flores y vítores cientos de ciudadanos agitando banderas celestes y blancas, que simbolizaban la libertad de las provincias del Alto Perú; el clero vestido de fiesta, la comuna de gala y los representantes de la Universidad, obsequiosos y serviciales hasta los extremos. Y… a las puertas de la ciudad se había alzado un arco triunfal recamado de cintas, flores y platería a cuya planta se apoyaba un rojo, rojísimo carro romano tirado por doce doncellas. Pero ni él ni el general argentino Juan Antonio Álvarez de Arenales, que lo había acompañado desde Potosí, se subieron a él, colocando más bien dentro a sus espadas. Así, entre mucho estruendo, llegaron a la Plaza Mayor repleta de arcos de palmas y de flores, agasajados desde los balcones vestidos de tapices y platería.
En realidad, Sucre y Arenales sabían que las ciudades del Alto Perú los querían por haber ganado en Junín y Ayacucho la independencia ahora consolidada, pero no habían imaginado un templo jónico con su retrato de marco repujado en plata potosina y alzado en su honor en plena plaza, todo custodiado por niños de blanco y celeste que les cantaron interminables loas hasta el anochecer. Y ciertamente que cantaron y bailaron... El vulgo, con más escándalo que la aristocracia, y el clero con muchas misas y repique de campanas.
Pero, al fin, quedó en el Alto Perú el Mariscal administrando lo que Bolívar había comenzado.
Ordenar, aclarar, enumerar y conciliar ese todo que había sido realista no era cosa fácil, y menos para este militar que apenas un año atrás estaba en el espinazo de los Andes venciendo a la corona. Y si Bolívar, con enorme sacrificio, había delineado lo que tendría que ser administrativa y políticamente la novísima República, era solo a él, un soldado educado de por vida a ser militar, que le tocaba acabar como estadista. Es claro que todo su espíritu rehuía la tarea.
Pero la hizo. Antonio José Francisco de Sucre y Alcalá, venezolano y aristócrata proveniente de ricas familias europeas, gobernó la joven república por casi cuatro años, forzado casi a velar por que esta llegara a ser en verdad la tierra prometida, libre y soberana.
Taciturno, un poco soñador, algo filósofo también, al adentrarse más al sur del Desaguadero y vivir en el Alto Perú, tuvo la certeza de que su misión no sería la soñada o la esperada, aunque sí la destinada. Y por eso puso todo su empeño y voluntad en informarse de todo el proceso jurídico, mercantil, político, educativo y social, además del religioso que atravesaba el país y, aunque tanto en cuestiones civiles como militares Bolívar y Sucre trabajaron en estrecha armonía, el manejo burocrático heredado de España malogró especialmente la administración pública, ya que si bien en las Indias españolas un empleo oficial era uno de los mejores medios para alcanzar seguridad financiera y prestigio social, y la Corona los había simplemente vendido al mejor postor, Sucre las abolió estableciendo las Juntas o Comités para llenar los empleos. “Juntas de Notables” los llamaron, porque estaban compuestas por representantes del Cabildo, el clero, el comercio, propietarios y abogados que nominalmente formaban una respetable meritocracia capaz de gobernar con probidad.
La nobleza y el empeño fueron valores de vida en Sucre al perseverar en la reforma de un visionario como Bolívar y de él mismo como hermano en las ideas de no solo con la independencia transformar la organización política y las instituciones de las antiguas colonias, sino reducir y eliminar las diferencias políticas y socioeconómicas que por centurias habían fragmentado la sociedad altoperuana.
Esta reforma desde luego que atacaba las verdaderas bases de la estratificación social al crear un impuesto universal en lugar de un tributo indígena y nombraba a las innovaciones educativas como responsables de la conversión de los indígenas en ciudadanos de la república que, finalmente, en el contexto de la época resultaron muy radicales. “Reformar” fue la palabra cotidiana de Sucre que, precisa, se hace una con destino. La Reforma buscaba promover el cambio social al eliminar el monopolio de la clase dominante sobre la educación, al proveer incentivos especiales para estudiantes indígenas, al modernizar el currículum de las escuelas. Igualmente con la Reforma fiscal se buscaba liberar a la economía de las restricciones coloniales a fin de estimular la minería, el comercio y la agricultura. Si en realidad se hubiese aplicado la tributación directa en consideración solo a la proporción de su propiedad o de su ingreso y no de sus distinciones raciales o de clase, la nueva República sería diferente.
“Cariño” es una palabra extraña a un militar, a un estadista, pero el Mariscal de Ayacucho es solo un hombre. Un hombre que siente cariño por esta tierra. Un humano frágil que le teme a la muerte pronta, al desatino, al odio del que no se mira en el otro y trae a la parca disfrazada del brazo. Sucre, más que intuir, sabe que esta Reforma representa una amenaza al equilibrio del Alto Perú independiente y a la prolongación del dominio de la élite blanca y, sagaz como es ya, presume el final, el cambio de la fascinación inicial que sintió la clase dominante a todo lo que llamó él como sus ideales reformistas, a una intransigente oposición.
En este febrero, hoy, como siempre, Antonio José Francisco de Sucre y Alcalá es y seguirá siendo mi persona favorita •
* Diana Gonzáles es presidenta de la Sociedad
Geográfica y de Historia Sucre.