Chuturkurikasqani (Trance): El encantamiento de las sirinus

Desde Llallagua, departamento de Potosí, abordamos un minibús y, en menos de dos horas, subimos a más de 4.000 metros de altura, para luego descender a un valle denominado Caripuyo, provincia Alonso de Ibáñez del departamento de Potosí.

Chuturkurikasqani (Trance): El encantamiento de las sirinus

Chuturkurikasqani (Trance): El encantamiento de las sirinus Foto: Correo del Sur

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Chuturkurikasqani (Trance): El encantamiento de las sirinus Foto: Correo del Sur

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    Alina Cuentas Cedro/CORREO DEL SUR
    Ecos / 02/03/2020 00:23

    Desde Llallagua, departamento de Potosí, abordamos un minibús y, en menos de dos horas, subimos a más de 4.000 metros de altura, para luego descender a un valle denominado Caripuyo, provincia Alonso de Ibáñez del departamento de Potosí. La radio local tiene buena señal y mantiene informados a los afiliados de las cooperativas mineras (sorprende la resistencia de la locutora: no para de leer los anuncios, que van desde ofertas educativas a edictos).

    Ingresamos al pueblo atravesando un puente. Las aguas del río y la música que se entona en sus riberas son como una sola melodía. “La gente está camino a la fiesta”, dice mi acompañante. Mientras recorremos el pueblo, de entre las estrechas y retorcidas calles salen grupos de intérpretes de pinkillu; su música —que va de débil a fuerte— atraviesa y disturba la tranquilidad de la plaza, y se pierde en otras ensortijadas calles que conducen al río. Estar cerca provoca un sentimiento como el de ser golpeado por una ráfaga de viento, algo de lo cual solo nos reponemos con un ají de arvejas recién cultivadas que ofrecen las vecinas del lugar.

    Desde ese día hasta antes de leer la compilación “Diablos tentadores y pinkillus embriagadores”, de Arnaud Gérard, y luego realizar una esporádica entrevista al coordinador regional del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (Musef), Vicent Nicolas, no alcanzaba a comprender la experiencia sobrenatural que había tenido el placer de vivir.

    Los pinkillus

    En el libro de Gérard, que reúne varios estudios de antropología musical del Carnaval en los Andes de Bolivia, se dan razones por las que personas de las comunidades, con toda intencionalidad —y, en mi caso también, una ajena— son vulnerables a ingresar en un estado de trance al interpretar o escuchar la música de los pinkillus.

    El instrumento tiene cuatro variedades: Macho Tara, Q’iwa, Tara y Q’iwita. En tamaños que van desde los 111 hasta los 37 centímetros, puede sacar sonidos vibrantes, densos, zumbadores (tara) y sueltos, agudos (q’iwa). La conjunción y alternancia de ambos, y su combinación con voces femeninas, según las creencias ancestrales del norte de Potosí, puede influir en las condiciones climáticas haciendo que las nubes se junten y desaten la lluvia.

    El pinkillu se empieza a tocar en la fiesta de Todos los Santos y termina el último día de Carnaval, “generalmente el Domingo de Tentación”, explica Nicolas respecto al ciclo de esta música. Es el medio para invocar el verde paisaje. Sus melodías incitan a las semillas a brotar, crecer y florecer, así como a dar lugar a una nueva generación.

    Nicolas afirma que los valles de Chuquisaca juegan un papel importante para la preservación de esta cultura debido a que son los lugares proveedores de los instrumentos que se construyen de la madera de tarcos, abundantes en el norte de Chuquisaca (en Poroma). Al final del Carnaval es crucial despedir a los pinkillus, empacarlos, guardarlos y que permanezcan en silencio hasta el inicio de la próxima estación de crecimiento. “Una grabación de ellos podría conducir a los diablos peligrosos del Carnaval y las almas de los muertos de regreso al mundo de los vivos”, recoge el libro “Diablos tentadores y pinkillus embriagadores”, de Olivia Harris.

    Afinación sobrenatural

    De acuerdo a los estudios de Henry Stobart, instrumentos andinos como el pinkillu y el charango son llevados tarde, en la noche, a manantiales, cascadas y rocas para que las sirinus (sirenas), que son percibidos como la fuente de toda música, los afinen. Las sirinus son los espíritus demoniacos que dan los wayñus y encantan los instrumentos musicales. Emergen de la tierra durante las noches, en la temporada del Carnaval, para vagar por las laderas en grupos (tropas) tocando flautas, cantando o bailando.

    “Los wayñus no se pueden hacer en la casa, con frecuencia vienen a ti al lado de un río, tal vez de noche mientras descansas, como si fuera en un sueño (…), para conseguir un wayñu hay que dar una ofrenda de alcohol”, relata el libro.

    Durante el paray mit’a los jóvenes visitan los juturis (agujeros de la montaña) o lugares donde se sabe que habitan sirinus para entonar un nuevo instrumento o prepararlo para una fiesta. Se dice que, en caso de lograr su propósito, el instrumento se vuelve perfectamente afinado o suena con una belleza encantadora, deleitando o seduciendo a los oyentes. En cuanto a los charangos, convierten al hombre en irresistible para las mujeres.

    Esta afinación sobrenatural de los instrumentos y las nuevas melodías que son entregadas a los pobladores por las sirinus cada año, según relatos, provoca la idea de ser adormecido como con un somnífero, o de ingresar en un estado de trance.

    Despacho del alma

    La música de la pinkillada incorpora fuerzas peligrosas tanto de los demonios como de los antepasados. Y es que al rito de la afinación sobrenatural de los instrumentos, el primer lunes de Carnaval, se suma el del despacho del alma.

    En la noche, las tropas de bailarines sirinus, compuestas por músicos y cantantes, visitan las casas donde ha muerto un hombre en el último año. Las denominan wañuq wasi y allí las nuevas melodías con pinkillus y qunqutas (guitarra andina).>>

    >>“Bailamos por todo lado, a través de la noche, atravesando unos 13 kilómetros de laderas, evitando las sendas normales, de la misma manera que el sirinu”, escribe Stobart sobre la experiencia, que culmina cuando uno de los bailarines lleva la montera o la ropa del muerto, da una vuelta a la izquierda seguido de los bailarines, para despachar al alma por su camino apropiado lluq’i (izquierda), ya que los vivos siempre viajan a la derecha.

    Festival de Caripuyo

    Antes de ingresar al enorme canchón de Caripuyo preparado para el V Festival de la Música Originaria Pinkillada, los músicos y cantantes de más de una veintena de comunidades hacen una parada en el río. Los minibuses parquean cerca, en las riberas. Mujeres y hombres peinan sus cabelleras y se despojan de sus vestimentas diarias para cubrirse con trajes multicolores.

    “No queremos hacer perder nuestras costumbres ancestrales”, dice Omar Colque, músico de San Pedro de Buena Vista. Toda la ropa de la fiesta es elaborada en lana de oveja y puede llevar o no bordados. Estos últimos son muy particulares, cada uno con motivos diferentes: desde dragones, elementos de la naturaleza, hasta motos deportivas se lucen en las espaldas de los varones; abundan los escudos bolivianos. 

    Los diseños difieren y parecen acordes a la personalidad de quien los exhibe o a la febril imaginación de los bordadores, que incluso les dan un toque más tierno a las figuras de las chaquetas de los niños —que, por cierto, no son nada baratas. Solo una casaca o una pollera, indumentaria principal de los trajes de mujeres y varones, cuesta 450 bolivianos. A ello se deben sumar bandas, sombreros o monteras, gorros, cinturones, bolsos, adornos artesanales, cintas de colores, ramas de plantas y uno que otro hurón disecado y acicalado que se cuelga en las cinturas o está encima de los aguayos.

    Cada uno de los grupos tiene por lo menos 50 músicos y bailarines que, a manera de ordenarse para su ingreso, suben a un cerro cercano donde ensayan la música y los pasos de baile. Pasado el mediodía, ingresan al pueblo.

    El encantamiento

    El sonido conmueve hasta a los más indiferentes. Los pinkillus se interpretan con un entusiasmo inigualable. Las cantantes vacían sus pulmones en cada estribillo. La simbiosis entre la melodía y el baile giratorio de centenares de danzantes multicolores es mágica.

    Por el ritmo vertiginoso resulta casi imposible divisar todos los bordados, los trajes, los rostros de los participantes. En la pinkillada, los bailarines danzan a la derecha y por momentos también a la izquierda. Ciertas tropas son acompañadas por los jira maykus, espíritus guerreros que giran; son los hilanderos de la vida y de la muerte.

    El festival transcurre entre contadas intervenciones de dirigentes y autoridades que recuerdan las obras (como la entrega de un edificio nuevo para la Alcaldía, hace dos años, y la promulgación de la Ley de Patrimonio, en 2016) y la participación de autoridades jerárquicas del anterior gobierno en versiones pasadas del festival. Todos termina siendo acallado por la música.

    “Los sirinus (N. de E.: Algunos autores dicen que pueden ser varones, hembras o q'iwa: mitad varón, mitad mujer) aparecen en el momento crítico, cuando una generación abre el camino o da lugar a la próxima generación a través del sonido musical, haciendo girar la nueva vida de los remanentes de la generación anterior”, se puede leer en el libro de Gérard.

    La contemplación del mundo sobrenatural, tan bien descrita por Stobart y Harris, es real, pero imposible de ser captada en video o audio. La experiencia tiene su efecto en mi acompañante, que yace dormido en un pastizal cercano al canchón.

    No puedo describir esa fascinación más que con la palabra quechua chuturkurikasqani, que en el libro de Gérard refiere el caer en trance; es decir, la idea de ser quitado —en alguna forma— y entrar en un estado receptivo de los sueños, “dormido cuando estás despierto” •

    * Agradecimientos a Vincent Nicolas, coordinador del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (Musef) y Máximo Pacheco, director del Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia (ABNB)

    Sirinus

    En el ensayo de Henry Stobart “Demonios, ensueños y deseos: Tradiciones de las sirenas y creación musical en los Andes sur centrales”, un dibujo de Guamán Poma de Ayala da cuenta de la relación prehispánica de los espíritus del agua (sirinus) con la música. Se les atribuye a los saxras (demonios) del Carnaval, en este caso los sirinus, ciertas características:

    Es un ser difusos, ambiguo e impreciso, individual y múltiple.

    Es creador y generador de música.

    Crea espejismos y tiene la cualidad de un sueño lindo y terrorífico.

    Sirve de excusas para todos los excesos, desde borracheras, raptos y muertes.

    Los cinco festivales

    El I Festival de la Música Originaria Pinkillada se celebró en el municipio de Sakani en 2016. Las dos versiones siguientes fueron en Arampampa (2017 y  2018). En 2019 se desarrolló en Macha y en 2020, en Caripuyo.

    Patrimonio Cultural Inmaterial

    La música y danza de la pinkillada fueron declaradas Patrimonio Cultural Inmaterial del Estado Plurinacional de Bolivia mediante la Ley 780 del 24 de enero de 2016, que refiere a esta como una manifestación cultural propia de los municipios potosinos de Arampampa, Acasio, Caripuyo, Colquechaca, Chuquihuta, Chayanta, Ocurí, Pocoata, Ravelo, Sacaca, San Pedro de Buena Vista, Toro Toro, Uncía, Llallagua, Urmiri, Tinquipaya y Tacobamba, aunque también es interpretada en los departamentos de Cochabamba, Oruro y Chuquisaca.

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