San Pedro, mucho más que una marca de singanis

Uva moscatel aclimatada más de 400 años en el imponente valle de Cinti…

San Pedro, mucho más que una marca de singanis

San Pedro, mucho más que una marca de singanis Foto: Oscar Díaz Arnau ECOS

Retrato de Antonio López de Quiroga en el ingreso a la hacienda San Pedro.

Retrato de Antonio López de Quiroga en el ingreso a la hacienda San Pedro. Foto: Oscar Díaz Arnau ECOS

San Pedro, mucho más que una marca de singanis

San Pedro, mucho más que una marca de singanis Foto: Oscar Díaz Arnau ECOS

San Pedro, mucho más que una marca de singanis

San Pedro, mucho más que una marca de singanis Foto: Oscar Díaz Arnau ECOS


    Oscar Díaz Arnau ECOS
    Ecos / 28/07/2021 21:22

     

    Uva moscatel aclimatada más de 400 años en el imponente valle de Cinti… Así resume el doctor Lorgio Rivera, gerente de Bodega y Viñedos San Pedro, el néctar de un singani que es único en el mundo y que, después de haber liderado la producción nacional con una formidable industria, ahora busca recuperar el terreno perdido.

    Viene de agacharse y de entintar los dedos en una tina de 40 mil litros, de donde comenzó a challar a diestra y siniestra, como bendiciéndonos. “Para que les vaya bien”, dijo, impregnando el lugar y nuestras ropas con la fragancia inconfundible del singani.

    Se refería a la moscatel de Alejandría y hablaba de una bebida singular, única, porque “hay la misma variedad de uva en Argentina, en Chile, pero en ningún país, ni en Tarija, se va a poder hacer el singani que se hace en este valle, a 2.340 metros de altura sobre el nivel del mar”.

    Tan apreciada es la uva de la zona que, según los entendidos, la mezcla con la de otras regiones —el fruto de la vid en los municipios vitivinícolas de Chuquisaca resulta insuficiente para abastecer la demanda nacional— llega a desmejorar el singani.

    Estamos a 340 kilómetros de Sucre, en Camargo. En la comunidad San Pedro de ese municipio perteneciente a la provincia Nor Cinti. Exactamente en una enorme fortaleza, cuatro pisos de piedra labrada, lo que deja una sensación de majestuosidad e impresiona al primer golpe de vista de solo pensar en el trabajo que demandó el colocado de cada una en toda la superficie construida.

    “Singani de pura uva”, saborea Rivera, el “genuino singani boliviano”, tal cual el slogan de la marca.

    800 páginas de historia

    San Pedro Mártir, hacienda y bodega ubicada en el centro del valle de Cinti, con una larga tradición vitivinícola de casi cinco siglos, es la cuna del singani. Estremece pasear por sus hoy pacíficas galerías y los alrededores, por la explanada donde en un tiempo llegaban centenares de camiones repletos de uva.

    Después de leer el libro “San Pedro: testigo de los tiempos. Por la ruta del Singani en Bolivia. Siglos XVI - XXI”, de Esther Aillón Soria y María Angélica Kirigin (eds), casi 800 páginas de una historia apasionante, resulta inevitable pensar a los hombres y mujeres que pisaron esta misma tierra y ahora forman parte del más remoto pasado político y económico de este país, como el maestre de campo Antonio López de Quiroga, los Lizarazu con sus títulos nobiliarios o, por citar al más famoso de todos, Simón I. Patiño.

    Kirigin es la madre de uno de los actuales socios de San Pedro, Javier Calvo, hijo de Carlos Calvo Galindo, quien revolucionó la empresa modernizando su producción y comercialización en la Sagic S.A. de los años 70. El otro es Rivera, exministro de Salud en la gestión de gobierno de Jaime Paz Zamora, cirujano, dos veces presidente de la CNS, parte del team quirúrgico de la hermana de Salvador Allende.

    La casa solariega mantiene las características que remiten imaginariamente al siglo XVI. Así describen Aillón y Kirigin a su primer patio: “…rodeado de columnas de tipo toscano, con capiteles de molduras sencillas, tiene en sus cuatro esquinas naranjos y buganvillas de intenso rojo que combinan color y alternan aroma. Al centro del patio empedrado está la campana de San Pedro. Pasando el zaguán está la galería con sus columnas también de tipo toscano, que forman un mirador desde donde se observan los viñedos y las montañas del cañón cinteño, hasta que la mirada se pierde en el horizonte…”.

    La relación con Potosí

    En una época producía también papa, trigo y maíz. “San Pedro fue una pieza clave en la producción minera, porque alimentaba a los trabajadores de la mina y les proveía bebidas para los días festivos”, cuenta Erick D. Langer, de la Universidad Georgetown, en el prólogo, sobre la que fue la “hacienda más importante de la región”.

     Por su cercanía con Potosí, Cinti fue uno de los principales proveedores de productos agrícolas a los centros mineros. Y, entonces, no solamente destacó con su aporte a la subsistencia de los habitantes de la que fuera una de las economías más prósperas del mundo, sino que poco a poco se fue erigiendo en un sitio de gran valía cultural, en cuanto a la construcción de la identidad boliviana desde el sur.

    El contexto histórico a veces lo es todo. O casi. “Es necesario concebir a San Pedro en un contexto más amplio, que toma en cuenta asuntos más allá de la importancia comercial. Durante la época de las luchas por la independencia, San Pedro fue campo de acción de las fuerzas de José Vicente Camargo, el patriota criollo que entre 1814 y 1816 hostigaba a las tropas españolas”, señala Langer.

    Geografía, clima, potencial…

    No hace muchos kilómetros que nos han recibido los cerros colorados.

    —¿Sabes por qué estos cerros son rojos? Dicen que tienen vergüenza de nosotros —dice Rivera, y se ríe.

    Es la “piedra rojiza del cañón de Cinti”, como la describe Langer, haciendo contrapunto con las plantaciones de vid, hoy, sin mucho que mostrar; faltan algunos meses para enero y febrero, la época de los viñedos.

    Pero, entretanto, los diferentes pisos ecológicos, con su variedad de climas, proveen lo suyo en esta tierra feraz: los campos son un muestrario de colores para árboles generosos de cítricos, entre mandarinas, naranjas y pomelos, al alcance de la mano.

    Los vemos al ir de una hacienda a la otra, cuando no nos dirigimos a la comunidad La Quemada, a 30 minutos de San Pedro, para dar alcance al farallón donde no hay huellas de dinosaurios, como se pensó hace once años, sino bioturbaciones de mantarraya, según la explicación científica del investigador Omar Medina.

    La curiosidad paleontológica y la necesaria puesta en valor de ese rocoso atractivo turístico para Camargo llevan a apisonarnos en el camino angosto: a la izquierda, espectaculares e intimidantes montañas de piedras; a la derecha, el manso río Grande y, en lo alto, un carcancho que sobrevuela “las cuevas del amor”, una nueva —y más pícara— denominación de origen que algún asidero debe tener…

    Ya pronto iremos a tomarnos un descanso a la hacienda Guaranguay, del año 1500, más o menos como San Pedro. Apartada, plácida, con el sonido lejano del río Tumusla acariciando el oído y bien custodiada por imponentes cerros de tonalidades que van del suave ocre al rojo intenso, aquí, en algunas de sus camas de piedra y rodeado de olivos, higueras, limoneros, perales, vides y granados es donde quisiera pasar sus últimos días nuestro anfitrión, el doctor Lorgio Rivera.

    Mientras tanto, cumple lo que él dice es su obligación: “mantener la tradición de la hermosa bodega San Pedro, porque lo que nos hace visibles es el recuerdo de quienes nos han antecedido” •

    “Mantener la tradición”: Un paseo por la bodega

    Casi 50 hectáreas, de las cuales 20 son viñedos. La industria está lejos de sus años dorados, aunque el “San Pedro de Oro” —con  su distintiva etiqueta— mantiene intacto el prestigio de la marca.

    En el siglo XX, la rica producción de singani, alentada por una tierra fértil en un clima envidiable, declinó a partir de 1983, cuando tenía más de 400 trabajadores. Rivera todavía recuerda cómo en los mejores tiempos, los camiones hacían fila en el puente de entrada de la hacienda para descargar hasta 400 quintales de uva.

    Repite de memoria que producían dos millones de litros anuales, moviendo cerca de 10 millones de dólares. Que sus principales mercados eran Santa Cruz, La Paz y El Alto. Y que hasta llegaron a exportar a Estados Unidos.

    Tras una década de paralización en los años 2000, comenta que salieron en busca de su reactivación y reposicionamiento en el mercado a partir de 2012. Se aferra con uñas y dientes a la que considera una ventaja inigualable: la moscatel de Alejandría. Es que “el buen vino empieza en el viñedo, en una buena calidad de la uva”.

    Como los recuerdos se agolpan, cuenta que ni siquiera la uva de tres municipios era capaz de llenar las cubas de San Pedro. Había que comprar de Tarija, de todas partes de Bolivia. La calidad del singani cayó cuando se empezó a importar mostos desde Argentina, reconoce Rivera. “Y la misma uva de Tarija nos baja la calidad; cuando se compra mucha uva de Tarija, la calidad del singani baja”. Ahora —complementa— trabajamos solamente con esa bodeguita chica —y la señala.

    Hoy, en el paseo guiado por él mismo, se enorgullece de su puñado de administradores y trabajadores netamente cinteños, muy comprometidos con la empresa. “Ellos son los que tienen la llave de la bodega: han nacido destilando, y lo hacen muy bien”. Un dejo de nostalgia corre por su voz cuando dice que la reducida plantilla de empleados de la actualidad tiene la tarea de “mantener la tradición de esta hermosa bodega”.

    Nos muestra una tecnología de hace 100 años en perfecto estado de funcionamiento. Una infraestructura dispuesta para una producción descomunal, rodeada de barandas que, además de su función a simple vista, sirve para lavar la bodega.

    En la primera parada, comenzamos en un piso superior. Allí, Rivera decide hacer un poco de historia: tras casarse uno de los herederos de la familia Lizarazu Linares, la pareja tiene dos hijos, el presidente José María Linares y Mariano Linares, casado con una Romero. De esa descendencia, uno de los hermanos, Jorge Ortiz Linares, se casa con la hija de Simón I. Patiño que con 800 mil libras esterlinas construye esta “nueva” bodega (la antigua tiene 471 años), allá por la década del 30 del siglo pasado así que está por cumplir su primer centenario. Esa inversión fue la más grande que el magnate del estaño hizo en Bolivia, descontando la minería.

    Seguimos. Unas gruesas mangueras bombean puro jugo de uva y permiten el llenado de una serie de tinas, cada una con 30 mil litros; un piso más abajo hay otras de 40 mil. En total son 24 tinas y están dispuestas a producir el vino base que luego se convertiría en singani. Grosso modo, la bodega puede producir de 4 a 5 millones de jugo de uva, confirmando que ha sido una de las más grandes de estas dimensiones en el Alto Perú.

    “El jugo de uva sale por gradiente, pero cuando ya está preparado el vino base para que se destine el singani”, aclara Rivera.

    El vino va bajando en tuberías por gradiente, entra a un “calientavinos” y llega hasta unos pintorescos alambiques de cobre al más puro estilo francés. En este punto trabaja la gente más experimentada.

    “La altura de la llama es fundamental porque es una destilación totalmente uniforme. Se destila durante diez meses, día y noche, las 24 horas sin parar, con gas”, explica Rivera.

    En el calientavinos, con su cabezal, se produce la selección de los alcoholes. “Pasa a uno rojo; ahí dentro hay un serpentín, y ahí viene agua fría: el vapor que sale ya del vino base va a ese serpentín enorme y ahí empieza de nuevo la condensación y después ya corre el singani por otras cañerías hasta los alcoholímetros, que flotan permanentemente, también las 24 horas del día”.

    Es en ese sitio donde se mide el grado de alcohol. Para la venta, el singani debe tener 40 grados, igual que el whisky.

    Reliquias mundiales para museo

    Esta es una especie de terraza, pero en realidad estamos parados sobre una antigua tina de fermentación que ya no se usa y que supo albergar a 450 mil litros del destilado.

    Y, al lado, una reliquia mundial: “actualmente, ninguna bodega del mundo tiene estos cubetones”, los presenta Rivera. Se trata de un ambiente completo de barricas hechos de legítimo roble francés, traídos hacia el año 1930 a lomo de bestia desde el Callao hasta San Pedro. Estos toneles ya no se construyen en la actualidad, sino unos mucho más pequeños.

    Aquí mismo se montará un museo, una aspiración que esperan concretar hasta dentro de un año. Y aquí también está la primera destiladora rústica (artesanal) del Alto Perú, a leña, la primera “konchana”.

    Antes de la parada final, atravesamos todo un ambiente repleto de botellas vacías, empaquetadas, que llegaron de Perú; la fábrica nacional a la que le compraban este insumo estaba antes en Cochabamba, pero se fue del país. Las tapas las adquieren de Buenos Aires y los capuchones, de Mendoza. Pueden producir 300 botellas en una hora, 3.000 diarias, 30.000 en diez días.

    Ahora sí llegamos al punto de degustación del producto, y Rivera enseña a tomarlo puro. Sí, con sus 40 grados de alcohol. Primero, se lleva la copa a la nariz, para sentir la fragancia del singani. Después, sorbe un trago y lo mantiene en la boca unos segundos, hasta que finalmente lo engulle. He ahí la clave: “Hay que mezclarlo de tal manera que mezclándolo con la mayor cantidad de saliva, tú puedes hacerlo pasar con más facilidad”.

    La búsqueda de la declaratoria ante la Unesco

    El investigador Guillermo Carmona, especialista en Gestión Cultural en las Cátedras Unesco, trabaja actualmente en la declaratoria del paisaje histórico y la vitivinicultura del valle de Cinti como Patrimonio Cultural de la Humanidad.

    Él relata a ECOS que esta tarea se remonta a hace 30 años, cuando llega al lugar el investigador estadounidense Erick Langer con el propósito de trabajar en su tesis doctoral sobre la industria privada en la vitivinicultura y en la agroindustria de la zona.

    “Para ese entonces Sagic, la Sociedad Agrícola Ganadera e Industrial de los Cintis, que se fundó en 1925, tenía todo su patrimonio documental diseminado, porque todavía no se le había dado esa importancia de poder sistematizar esa documentación que relata la historia de estas regiones a través de dos épocas tan importantes como son: antes y después de la Reforma Agraria y la época virreinal, colonial, de las haciendas, viñas y bodegas de este lugar”.

    Langer, junto a investigadores e historiadores como Esther Aillón, Eduardo García y el propio Carmona, con la aquiescencia de Carlos Calvo Galindo, quien entonces manejaba San Pedro, se abocó a la recopilación y sistematización del patrimonio documental diseminado en diferentes haciendas que fueron parte de Sagic. 

    “Es el material base que conforma el archivo privado más importante de Bolivia y que se encuentra en la hacienda San Pedro Mártir, abarcando alrededor de 413 metros lineales y nueve fondos”, complementa Carmona.

    El nuevo componente del proyecto se asienta en la idea de la Unesco de proteger los paisajes naturales, en su preservación y continuidad para que, en algunos casos, sean declarados “Memoria protegida del mundo”.

    En ese sentido, Carmona revela que conversando con Fabio Rincón, rector de la Universidad de Manizales y consultor de la Unesco, “vimos que los criterios de excepcionalidad que mantenía el paisaje cafetalero (de Colombia) no diferían mucho, al contrario la riqueza del paisaje cultural que comprende estos municipios acá en Chuquisaca: de Camargo, Villa Abecia, Las Carreras y San Lucas, reunía varios de los criterios que exigía la Unesco a nivel mundial. Y de esa manera intentamos por primera vez plantear ese proyecto de ‘landscape’, de paisaje, para empezar a trabajarlo”.

    El primer paso se dio con la investigación sobre lo que Carmona llama “el certificado de nacimiento de uno de los productos emblemáticos que tiene la región y que es parte de la identidad cultural no solo de Cinti y de Bolivia, que es nuestra bebida, el singani”.

    Tras buscar en los archivos encuentran la referencia a una antigua propiedad ubicada en el cantón San Andrés de Uruchini, municipio de San Lucas de Payacollo, provincia Nor Cinti, donde todavía perdura esa hacienda llamada Singani. “Ahí hemos podido verificar que el nombre de singani es una denominación de origen porque hace referencia a esa hacienda, que aún existe”.

    Cuenta que “el nombre que en un primer momento es una denominación de origen, se convierte después en marca”. Luego, consiguen la declaratoria del singani como un patrimonio cultural de la región de los Cintis, de Chuquisaca y, posteriormente, con otra ley a nivel nacional, un patrimonio cultural de todos los bolivianos.

    “El 2019, el valle de Cinti es declarado como Patrimonio Cultural Histórico de la Vitivinicultura por la Asamblea Legislativa Departamental”.

    Pero el objetivo ahora es más grande: “llegar al Bicentenario de 2025 armados de un expediente ante la sede de la Unesco, en París, para que este paisaje cultural sea declarado a nivel mundial”.

    Se refiere a todo el territorio vitivinícola de Bolivia: a los cuatro municipios de Chuquisaca antes mencionados, a dos de Potosí: Ckochas y Cotagaita, y a cuatro de Tarija: Cercado, Uriondo, Padcaya y San Lorenzo.

    “Esos 10 municipios comprenden el territorio vitivinícola histórico del Estado Plurinacional de Bolivia, con sus diversas características y singularidades pero con la transversal de que aquí está toda la historia de la vitivinicultura del país a partir del año 1550, tanto en la parte virreinal, en la republicana y en su expansión hasta la modernidad, con bodegas muy modernas en Tarija”.

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