El apóstol de la educación

Comienzo con una carta que escribió el padre José Antonio Zampa para unos jóvenes que hicieron un artículo en agradecimiento por haberles dado la posibilidad de ir a una escuela y tener la oportunidad a una educación.

Fray José Zampa recién ordenado sacerdote a los 23 años, con el hábito de la Reforma Franciscana el año 1896. Fray José Zampa recién ordenado sacerdote a los 23 años, con el hábito de la Reforma Franciscana el año 1896. Foto: Laura Paz Leaño España

Laura Paz Leaño España
Ecos / 06/09/2021 23:43

Comienzo con una carta que escribió el padre José Antonio Zampa para unos jóvenes que hicieron un artículo en agradecimiento por haberles dado la posibilidad de ir a una escuela y tener la oportunidad a una educación. Dice: “A todos los habitantes y estantes de esta ciudad única se deben los elogios para realizar la alfabetización de nuestra raza indígena, especialmente a las abnegadas y progresistas socias del Patronato. Dios es mi testigo que yo no merezco y no he hecho nada, no he nada de lo mío. Todo el bien procede de Él, de mi nada, por ser un miserable pecador; pero que espero misericordia por los méritos de nuestro Señor Jesucristo a quien se debe toda gloria y alabanza. Vuestro artículo, no obstante, ha comprometido, una vez más, que debo sacrificarme por el amor de Jesús y de mis prójimos, y que siempre debo ser BOLIVIANO HASTA LOS HUESOS Y POTOSINO HASTA LOS TUETANOS; y defender con la verdadera religión, nuestro pueblo y los hermanos que en él viven y habitan, en particular, a la noble juventud, esperanza de nuestra querida Patria, digna de mejor suerte”

Su último Hermano en Cristo y Capellán: Fr. José A. Zampa.

“Quiero entrar en el convento”

Un día del mes de marzo de 1889, José Antonio Zampa se presentó decidido a su padre y le dijo “papá, quiero entrar en el convento y hacerme franciscano”. Fue tanta la sorpresa de David Zampa (su padre), conociendo bien el carácter de su hijo, que se quedó sin palabras por un largo momento. La fe de don David era a prueba de fuego, mas su madre Teresa dio la palabra decisiva: “no podemos negar a Dios lo que nos pide, y este hijo será el honor nuestro y de nuestro pueblo”. El corazón de su madre veía ya su futuro pero, a pesar de todo, el señor Zampa no podía convencerse que José pudiese hacerse fraile. Imagino el dolor tan grande que sintió su madre en silencio, ya que ella sabía que, al ingresar al convento, su hijo dejaría de pertenecerle. 

“Un día del mes de marzo de 1889, tocó la puerta del convento de San Pacifico, en San Severino, un señor que dijo llegar de Agello (pueblo natal de Fray Zampa), y que pidió hablar con el Padre Guardián del convento; le acompañaba un joven que mirándolo a los ojos inspiraba simpatía, inteligencia y bondad. Cuando el Guardián llegó a la puerta, pocas fueron las palabras pronunciadas por el señor que dijo llamarse David Zampa, más le dijo a su hijo: “José: mira, de aquí en poco tiempo, volveré porque ya te habrá pasado este capricho y estoy seguro que te harás sacar y echar a patadas por los frailes”. Según la misma confesión del Padre Zampa, su padre no quiso visitarlo más por el miedo que se rindiera a la prueba. Es así que comienza la historia del más grande misionero franciscano en tierras bolivianas.

“También yo quiero ir a Bolivia”

Un testimonio del Padre Vicente Piccinini, que también fue un misionero que estuvo en Bolivia, señala: “¡Ah, fray Josecito..! Ha sido para mí como un hijo, me quería mucho y me colaboraba siempre. Recuerdo que lo conocí cuando vine a Italia para recolectar misioneros, el año del Señor de 1894; fue el primero que se presentó para decirme: “También yo quiero ir a Bolivia”, sin saber dónde se encontraba esta nación. Recuerdo muy bien que hicimos el viaje en barco junto con otros diez jóvenes. Yo estaba acostumbrado a esta clase de viajes, cruzando el magno Océano, pero para los jóvenes flamantes misioneros, que no conocían más que sus pequeñas provincias, fue el inicio de una aventura que les hizo temer en un primer momento su entusiasmo juvenil, pero, por suerte, tenía yo un ‘as’ en la manga: Zampa con su carácter alegre transformó el viaje en un inolvidable paseo. Después de varias semanas de tomar barcos, trenes y montar mulas llegamos a La Quiaca, de aquí ya entramos a territorio boliviano. Alternábamos largas marchas con paradas para comer y descansar un poco, hasta que, mirando adelante, contemplábamos el extraordinario espectáculo del suelo boliviano y, sobre todo, la Cordillera de Lípez. Para ese entonces, el joven Zampa ya se encontraba enamorado de esta nación que apenas recorría. Después de cruzar muchos ríos pequeños y otros caudalosos, llegando, por fin, a los pies de la Montaña de Plata, el Cerro Rico. Ya nuestros ánimos se disponían a vivir el impacto de una realidad extraordinariamente nueva, vivir y trabajar en la ciudad más alta del mundo, era ya entonces un 14 de noviembre de 1894, dos meses después de nuestra partida en Italia. 

“Los potosinos se dieron cuenta de nuestra llegada, porque escucharon repicar las campanas de la iglesia de San Francisco de una manera muy especial, como si expresaran con su sonido su satisfacción por nuestra llegada. Éramos doce como los apósteles. Encontramos mucha gente en la puerta de la iglesia para darnos la bienvenida. Fue tan calurosa que nos sorprendió. Zampa exclamo: ‘ya se me olvidó el cansancio y dolor de los pies que sentía’. Ya en ese momento nos quedó claro qué momentos gloriosos se vivirían en la Villa Imperial de Carlos V.

Escuelas de Cristo

La vez que el Padre Zampa fue a visitar una rica propietaria de minas del Cerro Rico, de las más grandes que tenía el Departamento de Potosí, para hablarle sobre la necesidad de dar posibilidad a los hijos de sus muchos colonos con una escuela para niños, y una nocturna para los adultos, así le contesto: “Pero ¿no sabe usted padre, que si nosotros alfabetizamos a esa gente, preparamos revolucionarios para Bolivia?”. La respuesta del Padre no fue violenta, porque comprendía que, para los propietarios de terrenos, solo les importaba hacerse más ricos; por eso, como sacerdote y más como franciscano, comenzó a hablarle con dulzura y con el Evangelio en la mano, a explicar que “todos somos hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza, todo cristiano debe considerar de igual dignidad a su prójimo…”. La señora, más serena, al final aceptó colaborar con el fraile. Ella debía dar un cuarto para las aulas y él se encargaría del material escolar, de encontrar al maestro y de convencer a los padres de familia. 

Muchas familias lo recibieron y otros le cerraron las puertas, pero él siempre estuvo agradecido con todos, con las buenas ofrendas pudo iniciar su obra, abriendo puertas a la educación para la clase obrera e indígena. En 1907 se fundó la primera Escuela de Cristo, en la Zona de San Pedro; también en Tecoya, Mondragón, Yascapi y, en general, en todos los lugares donde había casas de hacienda. 

Cuando estalló la guerra del Chaco, fue el momento en el que dudó en la continuidad de las Escuelas de Cristo, ya que muchas familias se vieron afectadas económicamente y no podían seguir patrocinando la obra del Padre Zampa. Es en ese momento en el que el fraile dijo su más famosa frase: “SI LAS ESCUELAS DE CRISTO SON OBRA DEL PADRE ZAMPA, QUE DESAPAREZCAN Y, SI SON OBRA DE DIOS, QUE PERDUREN”.

Y perduraron.

Cuando veía a sus niños formados para los desfiles, con la vestimenta del Batallón de los Colorados, decía: “Tengo mil guaguas y con ellos son feliz”.

El padre José Antonio Zampa falleció en el convento de la recoleta, en Sucre, el 6 de septiembre de 1935. Sus restos fueron trasladados a Potosí y ahora descansa  a los pies del Señor de la Vera Cruz, en una cripta debajo del altar mayor de San Francisco •

(*) Laura P. Leaño España es socia de número de la Sociedad de Investigación Histórica de Potosí (SIHP).

 

Fuentes

Archivo Convento de San Francisco de Potosí, Documentos Padre Zampa.

ROSSI, Gioseppe: “Fr, José Zampa su Obra”, “Don Bosco”, 1983

VALDA Cortez de Viaña, Aurora: Dos Anécdotas del Padre Zampa, Memoria escrita Potosí 1980.

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