Los amuletos de mi abuela
Cuando tenía siete años, recuerdo que mi madre tenía muy poco tiempo para alistarme para ir a la escuela.
Cuando tenía siete años, recuerdo que mi madre tenía muy poco tiempo para alistarme para ir a la escuela. El horario de su trabajo se lo impedía. Era entonces que mi mamanchis se disponía a peinar mi larga cabellera. Las trenzas eran el peinado tradicional, dos trenzas, una trenza, cola con trenza, dos coletas con trenzas. Mi favorito eran las dos trenzas, pues hacía que me parezca más a ella. Mi mamanchis utilizaba siempre la sajraña (peine hecho con ramas secas) para deshacer mi enredado cabello. Ella empezaba de abajo hacia arriba para no lastimar mi cabellera exclamando en un quechua perfecto: “sajrañawampuni sumajta sajrasqayki" (“con la sajraña siempre te peinaré mejor”).
Cierto día, cuando había suficiente tiempo, mi mamanchis mojó mi cabello con sus suaves y ancianas manos para comenzar a peinarme mientras me contaba que las mujeres de nuestra tierra siempre debíamos peinar nuestra cabellera con la sajraña, pues este, más allá de ser solo un objeto para peinar y desenredar nuestros cabellos, era un infalible amuleto para ahuyentar los malos espíritus y protegernos de cualquier maldición.
Contaba mi abuelita que, siendo yo aún una recién nacida, al dejarme dormida sola en el cuarto, siempre dejaban a mi lado una sajraña, un espejo y una quimsapalqa (chicote hecho de cuero de animales). Todos estos objetos cumplían la misión de protegerme de los malos espíritus, de los demonios, de los duendes. Ella decía que cuando un espíritu maligno o duende trataba de acercarse a la wawa, la sajraña, como un gran arbusto de fuertes y filosas espinas no lo permitía; la quimsapalqa era un grueso e imbatible pared y el espejo mostraba o reflejaba el espíritu o duende quien se asustaba al descubrir su mal aspecto. Siempre me dejaban durmiendo con estos amuletos para protegerme de cualquier mal espíritu puesto que, cuando los recién nacidos o niños no bautizados, estaban solos, los espíritus o duendes tendían a llevárselos.
Han pasado muchos años desde la muerte de mi mamanchis. Ella, junto a mi madre, me ha enseñado el valor de todas nuestras costumbres y raíces. Me queda el recuerdo que me pasaba días enteros escuchándolas hablar en quechua, contando historias de cómo el ratón acudía a la hormiga para que esta vea en la coca si el gato estaba en la casa; las historias del Atuq Antonio, el zorro Antonio que buscaba atrapar al sut’u, o cumpa conejo, o a los loros mat’ipicos. Mi favorito era el Mallku (espíritu protector), que rasgaba con sus alas los cielos andinos mientras vigilaba a sus súbditos que le miraban admirados desde la tierra. Y en medio de esos relatos también escuchaba los de la sajraña como aquella historia en la que la peineta andina salvó a su prima de un condenado que la perseguía para obligarla a casarse con ella.
Aún la sigo extrañando, y el hecho de peinarme con mi sajraña hace que la tenga más presente en mi corazón •
(*) Ángela Uzuna es abogada e integrante de Mujer de Plata.