Era 1994, recuerdo esa tarde. Antes de entrar a clases, en el patio principal del colegio Don Bosco, tras uno de los pilares robustos que lo rodean, uno de mis compañeros sacaba un casete de la mochila y, abriéndolo, nos mostraba, a mí y a unos cuantos más, el “2387” de Coda 3. Ese casete incluía “Después de ti”, la canción que no paraba de ser N° 1 en el ranking de Kronos, la radio de moda en aquellos años.
La cantamos con timidez. Uno a uno, fuimos descubriendo la letra de otras canciones: “Eres mi perdición”, “Ven”. Los colores de aquel papelito, nos emocionaba mucho y nos llenaba de ansiedad por oír lo que el resto del casete guardaba.
Era 1994, esa tarde hacía mucho calor.
El sábado 13 de agosto, aquellos adolescentes noventeros cumplimos 25 años de haber salido bachilleres. Con los cuarenta años ya encima nos dispusimos a patear el tablero y festejar con todo.
Cerca de las 9 de la mañana comenzó un acto sencillo e íntimo, que consistió dar un reconocimiento a los profesores y personas que marcaron huella en nuestra vida colegial; no fueron todos los que invitamos, pero creo que estuvieron los más importantes. Emotivo, al menos para mí que, a la mayoría, no los veía hace muchos años.
Cada uno a su turno fueron expresándonos de manera muy sentida, su agradecimiento por reconocerles ese arduo trabajo que debió ser —me imagino, pero tal vez me quede corto— el de enseñar, educar y controlar a un grupo de niños y luego adolescentes, de lo más conflictivos.
Quiero resaltar tres cosas: una, que el papá de uno de mis compañeros fue profesor nuestro que, lamentablemente, falleció hace unos años; el reconocimiento lo entregó a su hermano mayor, también ex alumno del colegio. Costó hablar, el silencio se hizo eterno y la voz entrecortada al recordarlo, dejó un nudo en la garganta a más de uno. Ambos hermanos se unieron en un abrazo profundo y, mientras aplaudíamos el momento, sentimos su presencia.
Dos, el papá de otro de mis compañeros cumplía 50 años de promoción, justo el doble que nosotros, y ahí estaba, riendo y charlando con sus compañeros, como si el tiempo nada hubiera hecho, como si se hubiera detenido bajo la sombra de los altos corredores. Se estrecharon en un abrazo, padre e hijo, el mismo abrazo quizás de la del acto de bachiller 25 años atrás o quien sabe, el mismo que todos nos dimos con nuestros padres o madres después de nuestro primer día de clases.
Por último, mi padre, fue amigo de mis compañeros y nuestro director técnico, famoso por su pasado futbolero, mi padre fue el elegido para enseñar a patear pelota a ese grupo de infantes. Lo recordaron y lo reconocieron. Él ya lo sabe y se los agradece.
Antes de entrar a misa y como acto final de reconocimientos, descubrimos una placa con 76 nombres de amigos y compañeros, ordenados como en las viejas listas de primaria, muchos, quizás la mitad —me atrevería a sentenciar— no salimos, en los que me incluyo, no egresamos con el resto, pero tenemos buenos años vividos y dejados en esas aulas.
Culminada aquella eucaristía, y ya todos en el patio principal, prosiguieron los abrazos, las fotos, miradas que reconocían rostros, abrazos de larga espera. Nosotros con el trabajo de ordenar todo ese rompecabezas; con mucho esfuerzo fuimos juntando a las promociones por orden de antigüedad; el desfile encabezó la banda del colegio, uno tras otro fueron saliendo desde la promoción más antigua que fue la de 1954, hasta la más reciente, la 2022. Una hilera inmensa de jóvenes y no tan jóvenes tomando el centro de la ciudad. Aplausos, saludos y bocinazos.
Por la tarde la fiesta; de perfecta sobremesa. Subió a escena “Aquí Bolivia”. grupo folclórico chuquisaqueño que. con sus canciones, dio el empujoncito para las primeras cervezas y los primeros Saludes.
La tarde avanzaba, la gente iba llegando; en parejas, en grupos y otros al son de trompetas y bombos.
Llegó la hora de la cumbia; “Banda Hit” en escena. Chuquisaqueños también ellos, dieron el sabor tropical que la cerveza y los pies pedían; poco a poco dejaron las sillas a un lado y empezaron el baile.
La cancha del complejo Senac estaba llena, Dj Lala, desde su espacio en las tablas, no dejaba que la ausencia de grupos en el escenario se sintiera, mantuvo a la gente en el estado de euforia que la ocasión ameritaba.
Cuando caía la noche y las luces se encendieron, llegó lo que esperábamos, Octavia o lo que en los noventa era Coda 3, la banda que admirábamos y que sentados en las gradas que daban a nuestro curso, leíamos las letras y mirábamos curiosos las fotos de su casete aquel 1994; tan lejos de cualquier acercamiento, con el deseo de alguna vez verlos en vivo y que, ahora, los habíamos traído y estaban arriba del escenario, celebrando nuestras bodas de plata.
El lugar estaba al tope, se veía manos agitándose y rebolear poleras, desde la primera fila hasta la última; el canto de todas esas personas, con seguridad, se oyó en todo el barrio.
Lado a lado, con vasos cargados de cerveza que se derramaban en las manos, coreando a voz en cuello, generaciones ahí reunidas, se volvieron solo una. El nombre de nuestra promoción brillando en las pantallas del escenario, envolvía a toda la banda. Lo habíamos logrado.
En la última canción que tocaron, vi a mis compañeros cantar y saltar abrazados, y fue inevitable evocar esas tardes de adolescencia: del Piyo, del futbolín de don Poli, del Taito de las cuatro esquinas y de los asientos de la plaza; los niños, los adolescentes de aquellos años noventeros, ahora convertidos en adultos y padres de familia en su mayoría. Sentí que, sin quererlo, estábamos cerrando un ciclo.
Sucedió este 2022, en la tarde/noche de un agosto sin viento.
Los Octavia dijeron: sacias, y partieron. Las luces se fueron apagando, la música callaba suavemente, la gente de a poco fue desalojando el lugar hasta quedar solo nosotros y un centenar de botellas vacías.
Cerramos el portón del complejo y en el camino, una melodía resonaba nuevamente, una que no habíamos dejado ir desde hace más de media vida. Muy bajito, en Sol, Re, Mi y Do, oíamos:
“…sé, que jamás te olvidaré”
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