Aquella masacre

Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles.

Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles.

Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles. Foto: Archivo Los Tiempos

Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles.

Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles. Foto: Archivo Los Tiempos

Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles.

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Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles.

Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles. Foto: Archivo Los Tiempos

Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles.

Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles. Foto: Archivo Los Tiempos


    Extractos de “Juan de la Rosa
    Ecos / 29/05/2023 00:46

    Bolivia conmemora el Día de la Madre en virtud a un decreto promulgado el 8 de noviembre de 1927 por el entonces presidente Hernando Siles. Aunque es versión extendida que la fecha del 27 de mayo es un homenaje a la defensa de Cochabamba, que habrían ejecutado en 1812 las mujeres de esa ciudad ante las tropas realistas del brigadier José Manuel de Goyeneche, el argumento no aparece en la referida norma.

    El único artículo del decreto dice que “el día 27 de mayo, se rendirá especial homenaje a la Madre, en todos los colegios y establecimiento de instrucción, mediante conferencias, lecciones y visitas a monumentos conmemorativos. Las asociaciones de beneficencia y protección a los huérfanos podrán adherirse a este homenaje y organizar fiestas colectivas tendientes intensificar y amparar la virtual del sentimiento maternal”.

    El relato más conocido sobre lo que habría sucedido aquel 27 de Mayo de 1812 en la colina de San Sebastián no está en un documento histórico, sino en una novela, “Juan de la Rosa”, que se publicó inicialmente por entregas como un folletín de cuatro páginas que acompañaba al periódico “El Heraldo”, de Cochabamba, aunque su título original no era ese. En el estudio introductorio que precede a la obra, en la edición de la Biblioteca Boliviana del Bicentenario, Gustavo V. García demuestra, por una parte, que la primera edición en forma de libro la sacó el propio “El Heraldo” y, por otra, que su autor no pudo ser Nataniel Aguirre.

    Pero, tomando en cuenta toda la construcción social que devino a partir de la difusión del contenido de la novela, no es el momento, ni la fecha, para detallar el debate sobre la autoría del libro, y hasta la veracidad de la masacre —por cuanto la versión popular señala que las tropas de Goyeneche aniquilaron a las defensoras—. Lo importante es que los bolivianos tenemos un Día de la Madre que se basa en ejemplos de heroísmo y sacrificio, como los que ofrecen día a día esas sublimes mujeres que nos dieron el ser.

    Otro detalle qua apunta García es que muchos citan el libro, pero pocos lo leen, así que, en el afán de que la parte que se refiere a la masacre se ponga al alcance del gran público, presentamos ese extracto en homenaje a la madre boliviana.    

    El extracto:

    Reuniendo a mis propios recuerdos los minuciosos informes que recogí después, de muchas personas que presenciaron de más cerca los sucesos y tuvieron parte en ellos, voy a deciros ahora todo lo que pasó entonces y que no han dicho hasta aquí nuestros escritores nacionales, empeñados solamente en acriminar a Goyeneche.

    El Gran Pacificador del Alto Perú Conde de Huaqui, a quien la conciencia de españoles y americanos daba en aquel momento sus verdaderos nombres históricos, por boca del fiscal Andreu y mi maestro, venía muy satisfecho a la cabeza de sus tropas, con su Pedro Vicente Cañete y numeroso estado mayor, creyendo que de un momento a otro vería salir a su encuentro al arrepentido pueblo de la ya sumisa Oropesa. Figurábase que vendría el clero por delante, con el palio que debía dar sombra a su laureada cabeza; que le seguirían el cabildo, justicias y demás corporaciones; que luego se presentaría una diputación de señoras con palmas en la mano y lágrimas en los ojos; que la multitud se agolparía por detrás, clamando: ¡piedad!, ¡misericordia! Se prometía él mostrarse sordo a la clemencia, severo, inexorable. ¡Era preciso que la rebelde ciudad expiase sus repetidas traiciones al amantísimo monarca! ¡Qué dirían sus valientes soldados a quienes había prometido hacer dueños de las vidas y haciendas de los insurgentes! Pero repentinamente oyó un clamor extraño, especie de carcajada y rechifla, que a un tiempo le arrojaba al rostro aquel pueblo siempre rebelde e indomable, y miró por el camino y no vio a nadie, y levantó la cabeza y a la izquierda, sobre la colina de San Sebastián, vio la realidad y despertó, para exclamar con rabia y desesperación:

    —¡No hay más remedio que exterminar a esa incorregible canalla cochabambina!

    Dispuso entonces que sus tropas –más de 5 mil hombres de las tres armas–, formasen en batalla, apoyando su derecha en el Ticti y su izquierda en las barrancas del Rocha, para adelantarse a paso de carga, de modo que las alas fuesen describiendo un semicírculo y se uniesen al fin al otro extremo de la colina de San Sebastián, encerrándola en un círculo de fuego y de acero, que se estrecharía destruyendo sin piedad a los patriotas. El terreno se presentaba enteramente despejado para esta maniobra. Era un llano arcilloso, horizontal, nivelado por la naturaleza, en el que apenas se veían a trechos raquíticos algarrobos. El cementerio público, que ahora existe al pie mismo de la colina, fue construido muchos años después, durante el gobierno del Gran Mariscal de Ayacucho. La pequeña aldea de Jaihuaico era una sola casa de hacienda con una pequeñísima capilla.

    Los patriotas habían colocado, entre tanto, sus cañones de estaño en la Coronilla, aprestándose a servirlos hombres, mujeres y niños indistintamente, bajo la dirección del Gringo y de Alejo, animados por la voz incesante de la abuela. Los que tenían fusil, arcabuz, honda o granadas se formaron confusamente para defender los costados. Una multitud completamente inerme de mujeres y niños se agitaba por detrás, rodeando a Antezana y los caballeros que le acompañaban. Ni un instante se interrumpían los gritos de insensato desafío, los silbidos de burla, las inmensas carcajadas que llegaban hasta mí, agitándome con estremecimientos nerviosos y arrancándome lágrimas de furor y de vergüenza. Más de una vez estuve a punto de correrme y bajar a brincos la escalera, para volar a donde creía estaba mi puesto; pero una mirada del Padre me contenía, y volvía yo a mirar al través de mis lágrimas la colina lejana en donde iba a morir un pueblo desesperado. De allí partieron los primeros disparos de cañón y de arcabuz. Las tropas enemigas seguían avanzando a paso de carga, y solo rompieron el fuego general cuando se vieron a distancia de ofender. El clamoreo de la multitud creció entonces, como un inmenso alarido de rabia y de dolor, que debieron arrojar todas aquellas bocas al ver el derramamiento de la primera sangre. Vi, también, desde aquel momento, correr por el lado en que la colina desciende suavemente a la plaza de su nombre, muchas personas intimidadas, notando que eran más los hombres que las mujeres; y he sabido posteriormente que aquel ejemplo de cobardía lo dieron el Mellizo, el Jorro y los más bulliciosos de su banda.

    Menos de una hora tardaron las tropas de Goyeneche en rodear completamente la colina. Quedaban sobre ella como 200 patriotas de ambos sexos y de todas las edades, niños que sus madres abrazaban con desesperación contra su seno, jóvenes que iban a vender caras sus vidas, ancianos que no tenían fuerzas para arrojar una piedra certera a sus enemigos. El prefecto Antezana y los caballeros de su comitiva, consiguieron salvarse merced a la ligereza de sus caballos, no sin recibir la mayor parte de ellos alguna herida y sin dejar a dos muertos en el campo.

    Más tiempo que el combate –le llamo así porque no quiero contrariar el parte del Sr. Conde de Huaqui–, duró el exterminio, la matanza sin piedad de los que se encontraron sin salida en aquel círculo de muerte, que se hacía más insuperable cuanto más se estrechaba. Los soldados de Goyeneche no dieron cuartel a nadie, ni a las mujeres que se arrastraban a sus pies... Era la hora de matar; había tiempo de satisfacer otras brutales pasiones en la ciudad, cuya suerte les había entregado su general...

    Voy a deciros lo que fue de algunas personas humildes, cuyos nombres no figuran en la historia, pero que tantas veces han aparecido en esta de mi oscura vida. Clara, la pobre Palomita, se había desplomado desmayada delante de la abuela a los primeros disparos, y fue salvada sin conocimiento por las mujeres que comenzaron a huir con el Mellizo y su digno compañero. Dionisio ocupó su lugar y cayó con el cráneo destrozado. Mi amigo Luis le sucedió resueltamente, y su voz resonó con la de la anciana hasta que una bala le atravesó los pulmones. Su padre, el Gringo, hizo prodigios de valor, sirviendo con Alejo los cañones de estaño. Cuando vio perdida toda esperanza de salvarse, cuando advirtió, sobre todo, que los implacables soldados de Goyeneche mandaban arrodillarse a los patriotas, exclamó en francés:

    Non, sacré Dieu! non, par la culotte de mon père!

    Y revolviendo contra su pecho la boca del cañón que había cargado de metralla, encendió la ceba, y cayó lejos, despedazado. Alejo, más feliz que él, sintió subírsele la sangre a la cabeza, se acordó de Aroma, embistió al primer granadero que se le puso por delante, le arrebató su fusil y escapó de la muerte, herido de todos modos, sin saber él mismo cómo, merced a sus hercúleas fuerzas y a la ligereza de sus piernas.

    Los vencedores encontraron en la Coronilla un montón de muertos, cañones de estaño desmontados, medio fundidos, y, sentada en las groseras cureñas de uno de ellos, teniendo a dos niños exánimes a sus pies, una anciana ciega, de cabellos blancos como la nieve.

    —¡De rodillas! Vamos a ver cómo rezan las brujas –dijo uno de ellos apuntando el fusil.

    Este hecho lo veo hoy confusamente recordado por mi amigo don José Ventura Claros y Cabrera, en los apuntes para la historia del joven Viscarra. ¡La anciana dirigió de aquel lado sus ojos sin luz, recogió en el hueco de su mano la sangre que brotaba de su pecho, y la arrojó a la cara del soldado antes de recibir el golpe de gracia que la amenazaba!

    ¡Sin embargo de todo esto, los historiadores de mi país apenas hablan de paso del “combate de los cañones de estaño”! ¡No han visto lo que dijo de él la prensa de Buenos Aires y repitió la de toda América y tuvo más de un eco más allá del Atlántico!

    Creí haber puesto punto final a este capítulo; pero Merceditas que no me deja en paz ni un momento, y quiere tener parte hasta en la redacción de mis memorias, y viene a leer por sobre mi hombro lo que escribo, me dijo repentinamente:

    —Yo pondría aquí cuatro renglones de un libro que conozco y tuvo gran nombre en tiempos gloriosos para tu patria.

    —¿Y cuál es? –le pregunté sonriéndome con suficiencia, porque tengo la debilidad de creer que sé más que ella, por más que muchas veces me haya convencido de lo contrario.

    Ella tomó de mi estante el pequeño volumen de La educación de las madres, por Aimé Martin; lo abrió en la página que tenía señalada con una cinta de los tres colores nacionales, y lo presentó a mis ojos.

    —¡Tienes razón, y la tienes siempre en todo, mujer de mis pecados! –exclamé al punto, y copié del libro lo siguiente:

    “La América de los Estados Unidos es un mundo nuevo que nace para las nuevas ideas... Tal será la América del Sud después de su triunfo; porque no puede dejar de triunfar la nación en que las mujeres combaten por la causa de la Independencia y mueren al lado de sus hermanos y de su marido. Ha de triunfar la nación en que un oficial pregunta cada noche en presencia del ejército:

    Al pie de la página en que esto dice el benemérito coronel La Rosa hay pegado con una oblea un sobre de carta, en el que la respetable esposa de nuestro veterano ha escrito estas palabras: “No le crean al viejo chocho. Él es más bien mi sombra, mi moscón... ¡no me deja en paz!, ¡quiere que me esté a su lado mientras escribe sus chocheces! Pero es muy cierto lo que refiere en seguida. –M. A. de La R.”. No sabemos si el autor lo habrá notado al tiempo de remitirnos sus manuscritos, y le pedimos mil perdones, si cometemos una indiscreción (Nota del editor).

    ¿Están las mujeres de Cochabamba?’, y en que otro oficial responde: ‘Gloria a Dios, han muerto todas por la patria en el campo de honor’ •

    (*) La introducción es del editor.

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