Pequeños grandes cuentos (III)

Nueve son los cuentos que fueron premiados en el II concurso literario sobre el racismo organizado por el Banco Mundial en Bolivia. Un total de 995 personas participaron con trabajos en el subgénero del microcuento.

Pequeños grandes cuentos

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    Redacción ECOS
    Ecos / 18/07/2023 02:45

    Nueve son los cuentos que fueron premiados en el II concurso literario sobre el racismo organizado por el Banco Mundial en Bolivia. Un total de 995 personas participaron con trabajos en el subgénero del microcuento.

    Dividiendo a los participantes en edades, se estableció tres categorías: A, de 13 a 17 años; B, de 18 a 23, y C, de 24 a 99.

    Este domingo cerramos la serie presentando los trabajos que ocuparon el tercer lugar en cada categoría:

    A ¿Y qué pasa con ellos?

    Emilia Villarreal Rosquellas

    Me habían cambiado de colegio. Mi primer día en la secundaria tiene que empezar con todo. Voy ingresando a la institución, me detienen. ¿Qué traes en tu mochila?, escucho. Me pregunto: ¿qué podría traer yo? Abro mi mochila, solo llevo mis útiles y una chompa por si hacía frío. Veo. ¿Y a ellos qué? Se pasaron de largo y no les han detenido.

    Me dirijo a las aulas. Pido información: ¿Dónde queda segundo de secundaria? Se me quedan viendo. ¿Acaso estudias tú aquí? Tú deberías estar en un colegio fiscal. ¿Acaso no puedo estar aquí? Me pregunto: ¿por qué no me respondieron? ¿Qué se fijan en mí que en ellos no? Busco por mi cuenta. Entro a mi aula. Escucho murmullos. Busco un asiento libre. ¿Qué haces?, no te puedes sentar aquí. Sigo buscando, el único que me han dejado es el de más atrás, cuando veo que a alguien más si le dejaron tomar el asiento que me negaron. ¿Qué pasa con él? ¿No van a echarle? ¿Por qué no tiene que buscar otro asiento?

    Pasan las horas de clase. Llega la salida y voy camino a mi casa. Espera, ¿y ese ruido? Es un auto, sale un oficial, ¿por qué me habla a mí? Joven, deténgase. ¿Qué sucede? Estoy volviendo a mi casa. ¿Qué llevas en tu mochila? Muéstramela. ¿De nuevo? ¿Qué pasa con mi mochila? ¿Y por qué a ellos de en frente no les detiene? No tengo nada en mi mochila. ¿De dónde vienes? Del colegio, me está esperando mi mamá. Bueno, esta vez te dejo ir, y ya no más actividad sospechosa. ¿Sospechosa? Pero los de allá están corriendo, ¿qué me falta, ¿qué es lo que no tengo?

    He llegado a mi casa. Mi mamá me espera con unos invitados, ojalá que no pase lo mismo de siempre. Qué bien que llegaste, vas a saludar, han llegado unas amigas de mi juventud. Él es mi hijo Ángel. Hola, buenas tardes. Qué niño más educado, mmm, les salió morenito. ¿Qué le está susurrando a mi mamá? ¿Sonia, él es tu hijo? Sí, ¿por qué lo preguntas? No, por nada. Parece que después de todo, siempre llegan con lo mismo, ¿por qué me ven tan raro? ¿Qué es lo que no tengo que los demás sí? O... ¿qué es lo que tengo?

    No sé si hay algo que pueda hacer para que mañana sea un día diferente. Para que no solo me revisen la mochila a mí, para que dejen que me siente donde quiera, para que de igual manera les pregunten a otros adónde van, para que no vean extraño a mi mamá por mi culpa. ¿Y es que cuando crezca será igual? Tal vez cuando sea grande a ellos les harán lo mismo que a mí. ¿O tendré que hacer algo para que no me traten como lo hacen ahora? Pero no sé si tengo que cambiar, no sé si hay algo malo que todos ven en mí. ¿Acaso no somos todos niños? ¿Qué pasa con los demás? ¿Qué pasa conmigo?

    B. La piel que no quise

    Henrry Julián Cucho Quispe

    No me gustaba mi piel. No me gustaba el color café con leche que me había tocado por herencia de mi padre quechua y mi madre mestiza. No me gustaba el contraste con el blanco de los otros niños del colegio, que me miraban con desprecio y burla. No me gustaba el pelo negro y lacio que se me pegaba a la frente cuando sudaba. No me gustaba el nombre que me habían puesto: Juan Carlos, tan común y tan aburrido.

    Quería ser como ellos. Quería tener la piel clara y los ojos azules. Quería tener el pelo rubio y rizado. Quería llamarme Sebastián o Mauricio o Rodrigo. Quería ser parte de su grupo, de su mundo, de su risa.

    Pero ellos no me dejaban. Me decían “indio”, “negro”, “sucio”, “feo”. Me empujaban, me pegaban, me escupían. Me hacían sentir inferior, diferente, solo.

    Un día, decidí cambiar. Decidí pintarme la cara con una crema blanca que encontré en el baño de mi casa. Decidí ponerme unos lentes de contacto azules que compré en una farmacia. Decidí peinarme con gel y hacerme unos rulos con una plancha. Decidí cambiarme el nombre por uno más sofisticado: Jean Charles.

    Así fui al colegio, esperando que me aceptaran, que me admiraran, que me quisieran.

    Pero no fue así. Me miraron con más desprecio e hicieron más burla. Me dijeron “payaso”, “ridículo”, “falso”. Me arrancaron los lentes, me quitaron la crema, me cortaron el pelo. Me hicieron sentir inferior, todavía más diferente, más solo.

    Entonces entendí que no podía cambiar lo que era. Que no podía negar mi piel, mi sangre, mi historia. Que no podía renunciar a mi identidad por un sueño imposible.

    Decidí quererme. Decidí aceptar mi piel como un regalo de mis ancestros. Decidí valorar mi pelo como una señal de mi fuerza. Decidí usar mi nombre como una marca de mi orgullo.

    Volví al colegio, esperando que me respetaran, que me reconocieran, que me dejaran en paz.

    Pero no fue así. Me siguieron discriminando, humillando, agrediendo. Continuaba sintiéndome mal, triste, solo.

    Entendí que no podía cambiar lo que ellos eran. Que no podía hacerlos ver más allá de su odio, de su miedo. Que no podía esperar nada de ellos.

    Decidí irme. Decidí buscar otro lugar donde pudiera ser yo mismo. Donde pudiera encontrar gente como yo o diferente a mí, pero que me aceptara y me quisiera por lo que soy.

    Así, salí del colegio, esperando encontrar ese lugar algún día.

    Pero no lo encontré.

    C. Aurelia

    Sergio Velasco García

    Su habitación se convirtió en cocina y su recuerdo en un fantasma que pobló nuestra retaguardia, amenazando siempre con volver a la vida y tomarnos por asombro.

    Aurelia, la bisabuela. Luego de enterrada, fueron llevadas sus ropas al río y el resto quemado o dado por regalo. Con los años olvidé su rostro y una fina capa de polvo cubrió su nombre: hasta ahora.

    Esa tarde, y luego de un par de cervezas, papá abrió airoso el álbum de fotos. Mientras me acomodaba en su regazo, de pronto comprendí, a los ocho años, que la historia no corría por los libros sino por las minucias muchas veces indescifrables de los retratos de familia. Porque papá seguía mostrando niños vistiendo ropa de adultos, tías con vestidos plegados a sus tallas, al abuelo con los ojos oscuros hasta el pecho y a las primas con la mirada de quien tiene mucho por contar.

    Pero nada de esto tendría sentido sin aquella imagen donde al costado inferior sobresalía un mocasín de mujer que cubría los pies de alguien que realmente no estaba en la imagen. De alguien que estuvo ese día pero que no fue retratada. Pregunté por ella y papá sonrió con sorna. Ay papito, si supieras, me dijo. Pero no, no lo supe, sino mucho después. Porque dijo que en la fotografía estábamos todos, pero sí y no, pues faltaba Aurelia, la bisabuela. Mientras papá abría la cuarta cerveza repetía el nombre de militares y terratenientes, nada podía impedir que su rostro se ahuecara silenciosamente frente a ese mocasín perdido que vestía polleras.

    Para la quinta botella papá sollozaba como bebé, tendido sobre el sofá. Yo veía en la escena a su fantasma de retaguardia velando el sueño de un hombre criado bajo la lumbre de los chistes de barrio, de esos que mariposean entre los amigos. El mismo fantasma que anida en el podio de casi cada certamen, o en la muchacha que mira el color de sus pezones frente al espejo o en aquello que ha logrado llamar destino a los puestos de trabajo. Porque la piel, en este mundo, tiene precio de canje, dijeron. Tiene que ver con lo bello y con lo que se torna invisible. Porque vaya contradicción que a cuanto más oscura sea esta, mayor parece ser su invisibilidad. Porque Aurelia, la bisabuela, no apareció sino después de años en boca de mi padre. Porque toda deuda hace su transacción a los nietos y heredamos el rostro del desprecio que, aun viendo el cuerpo de un alma colorida, no es capaz de verla.

    ¿Por qué nunca se habló de ella?, me pregunto. ¿Por qué su nombre suena más a cicatriz que a mayúsculas?

    ¿Por qué le dimos la habitación más triste cuando envejeció?

    Volvimos del entierro y del río. La abuela lloraba a las risas, pues decía que la despedida era una forma de alegría que se debía realizar con toda lágrima; mas el llanto de papá no rezumaba del cauce de la felicidad sino de la fuente de la amargura. De esa que oculta las cosas y nos mece en el regazo de un sillón donde todos los años solemos tomar nuestra foto de familia.

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