1825: ¿Le metemos nomás?

El autor se pregunta hasta qué punto fue legal la decisión que tomaron los diputados del alto Perú que votaron por declararse independientes de cualquier otra nación.

Ilustración de Melchor María Mercado.

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    Roberto Laserna (*)
    Ecos / 28/05/2025 23:42

    El año 2008 Evo Morales provocó una gran controversia al afirmar que en su gobierno “le metemos nomás”, porque así reconoció su desdén por la ley y las instituciones y el voluntarismo que animaba su proyecto. Para los verdaderos demócratas, que no solamente respetan la voluntad popular sino el imperio de la ley, esa actitud resulta inaceptable. Sin embargo, hemos sido con ella mucho más tolerantes de lo que creemos, e incluso puede decirse que la celebramos con regularidad. Este año, por ejemplo, festejaremos los 200 años del “le metemos nomás” fundacional que, en cierto modo, ha marcado nuestra historia.

    Es posible que la hipótesis sobre la Independencia y la creación del Estado Boliviano como una gesta improvisada se aplique también a otros países de América. Más allá de las batallas anecdóticas y las revueltas civiles, o de los actos de intriga y heroísmo que suelen relatarse, todo parece indicar que el de la independencia fue un proceso más impulsivo que planificado, cuyos protagonistas tenían mayor claridad sobre lo que querían destruir que sobre lo que proponían construir, y en el que la audacia jugó un papel mucho más importante que la razón.

    Creo que en toda Hispanoamérica se pueden encontrar evidencias que respaldan esta hipótesis aunque, obviamente, deben considerarse argumentos que la desmienta o redefina.

    A comienzos del siglo 19, la confusión más que el descontento cundían en toda España, incluyendo América. La monarquía estaba debilitada, y la invasión napoleónica en 1808 la dio un golpe muy duro al posesionar en el trono a José Bonaparte. Las autoridades no sabían si aceptar la intromisión o qué hacer para repudiarla, pues la misma Casa Real estaba dividida y el Rey no parecía resistirse a Napoleón. Desde Mayo de 1808 se formaron Juntas de gobierno en diversos lugares, desde Murcia hasta Granada, creándose la Suprema de Sevilla. En mayo de 1809 también comenzaron a formarse juntas en América, como la de Chuquisaca, en acciones que fueron replicadas luego en muchas partes. La consigna general era “Viva el Rey, muera el mal gobierno”. A falta de un rey legítimo, los virreyes estaban desconcertados y sus vacilaciones fueron fácilmente aprovechadas por las diversas facciones locales, deseosas de asumir mayor poder. La represión, como suele ocurrir, agudizó los conflictos y radicalizó posiciones, generando una guerra civil que poco a poco se fue ampliando.

    En 1812 se realizó un gran esfuerzo político de unificación estableciendo Cortes en Cádiz y proclamando una Constitución que limitaba los poderes del Rey y garantizaba la participación de todas las Provincias de España, peninsulares e indianas. Esto vigorizó la resistencia contra los franceses, ya debilitados por la guerra en Europa, y en 1814 Fernando VII fue liberado y retornó a España. Lejos de agradecer el trabajo de las Cortes y aceptar el nuevo régimen, anuló la Constitución de Cádiz, persiguió a sus promotores y se concentró en restaurar el absolutismo. Lo consiguió en la península pero a costa de fortalecer los proyectos separatistas americanos.

    Con apoyo inglés y estadounidense los ejércitos de Bolívar y San Martín se armaron y avanzaron poco a poco desmoronando la autoridad española, pero sin tener en claro lo que surgiría después. Tenían en mente el modelo republicano establecido en Estados Unidos y en Francia, pero también el prevaleciente modelo monárquico, y consideraban incluso la posibilidad de traer de vuelta a los descendientes de las casas reales de Yupanqui y Moctezuma, ya muy integrados en la nobleza española. Sabemos de estas cavilaciones por indicios apurados en la correspondencia o relatos de testigos. No parece que hubiera un debate amplio ni profundo, ni en los ejércitos en campaña ni en las sociedades. La idea de una federación panamericana quedó rápidamente descartada por los grupos locales de poder, que se apuraron a llenar los vacíos creando repúblicas sobre la base de los territorios administrativos españoles: virreinatos, audiencias y capitanías.

    El caso boliviano es muy ilustrativo. El hecho de que Pedro de Olañeta se mantuviera defendiendo hasta el final la unidad de España, pese a estar él totalmente aislado de Madrid, demuestra que no le faltaba apoyo social. Su derrota se generó por la defección de oficiales de su ejército que se pasaron al bando separatista, como antes lo habían hecho muchos militares de alto rango en todo el continente, desde San Martín, Santa Cruz, Miranda, Iturbide, hasta el mismo Sucre, aunque éste apenas había cumplido su etapa formativa. Cuando este último entró por el Desaguadero al territorio de Charcas venía con la instrucción de Bolívar de impedir el surgimiento de otra república, ya que este territorio había formado parte del Virreinato de Lima, luego del de Buenos Aires y, en los últimos años, había vuelto al de Lima. Lo que sucedió es bien conocido: el joven Sucre terminó convocando a una Asamblea de las provincias que estaban bajo jurisdicción de la Audiencia de Charcas, y la resistencia de Bolívar quedó desarmada cuando halagaron su ego poniendo su nombre a la nueva república.

    Si uno revisa la documentación de la época, y especialmente los libros de actas de la Asamblea Deliberante, no encuentra argumentos prácticos de ningún tipo para la creación de ese estado encerrado entre montañas y selvas, apenas poblado y débilmente conectado con los puertos de ambos océanos. Todo es retórica de libertad e independencia y de repudio al reino del que formaron parte. En una línea se esboza por ahí que la república será democrática y representativa, pero es claro que los diputados se dedicaron a cuestiones accesorias. ¿Libertad para hacer qué? ¿Independencia para lograr qué? Nadie hizo ni respondió esas preguntas. Estaban tan poco concentrados en los efectos que tendría la creación de una nueva república que incluso renunciaron a formular una Constitución, y se la encargaron a Bolívar.

    A Bolívar le sobraba la osadía. Ya había comenzado a gobernar este nuevo país antes de cruzar su frontera, con un decreto que pretendía eliminar las comunidades indígenas e individualizar la propiedad de la tierra. Era una improvisación de puro voluntarismo ideológico que nunca llegó a aplicarse, porque la rechazaron las propias comunidades indígenas. Algo similar ocurrió con su proyecto de Constitución. El general había estado apenas cinco meses en Bolivia, paseando entre guirnaldas y festejos, y su propuesta constitucional fue enviada desde afuera. No se sabe si consiguió asesoramiento local o si encargó algún estudio sobre los temas que trataba en ella. Nunca más volvió a Bolivia, ni a presentar, explicar o debatir su propuesta de Constitución, que también la ofreció al Perú. Se trataba de una improvisación que tuvo mucho de voluntarismo y espontaneidad. Aquellos próceres eran como adolescentes que jugaban con la historia, dibujando países, diseñando banderas y escribiendo leyes sin conocer ni reconocer a la sociedad que los aclamaba y sin preocupación alguna por las consecuencias que esos actos podrían tener para el futuro de sus habitantes.

    No puedo evitar compararlos con la actitud que asumió Francisco de Toledo, que llegó como Virrey en 1569 y dedicó más de seis años a estudiar la historia, la cultura, la economía y las costumbres del país que debía gobernar, enviando visitadores y cronistas a todos los rincones y buscando el asesoramiento de personas que ya vivían en la región y la conocían bien, como el Oidor Juan de Matienzo. Sólo entonces emitió las Ordenanzas que organizaron su jurisdicción y seguramente es por eso que perduraron más de doscientos años.

    Después de rechazar la Constitución de Bolívar y sus decretos, nuestros fundadores siguieron improvisando o copiando, como lo hizo Santa Cruz con el código napoleónico, los liberales con las leyes de exvinculación. Así, uno diría que nunca llegamos a abandonar esa lógica y tampoco logramos explicarnos lo que realmente conseguimos con la Independencia. Su costo fue altísimo, pero nunca fue calculado y tal vez tampoco recuperado. Nos vimos envueltos en varias guerras con nuestros vecinos y hasta ahora no hemos logrado éxito en ningún proyecto de integración americana. Perdimos la costa poco útil que nos dibujaron en el mapa y nunca recuperamos el acceso a ambos océanos que habíamos tenido en los siglos que precedieron a la Independencia.

    Y hoy, 200 años después, cuando estamos tratando de superar un régimen que pareció tener como consigna “le metemos nomás”, resulta irónico y triste pensar que eso ha sido exactamente lo que venimos haciendo desde aquellos lejanos días. No es posible volver atrás, pero si no reconocemos los problemas de origen, será muy difícil que los superemos.

     


    (*) Roberto Laserna es investigador de Ceres (Cochabamba).

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