Durante los domingos de Cuaresma, las lecturas nos dan una doble línea de reflexión: la Alianza que Dios ha sellado con la humanidad y la marcha de Cristo hacia Jerusalén, lugar donde se llevará a cabo la Muerte y Resurrección. En el primer domingo de Cuaresma hemos considerado la alianza con Noé, en el segundo la alianza con Abraham y hoy vemos la alianza que hizo con su pueblo a través de Moisés, en el monte Sinaí. A esta última se le llama la primera alianza que prepara la segunda y definitiva alianza.
Con Cristo se hace la Nueva Alianza, construyendo así el nuevo templo, con su Muerte y Resurrección. La salvación la vemos desde la clave de la Alianza entre Dios y la humanidad. Se trata de una alianza y de un culto nuevo que preconiza Jesús en la línea de los antiguos profetas del Antiguo Testamento y frente a la degeneración del culto del templo de Jerusalén, que se habría vuelto ritualista, vacío e hipócrita. El evangelio nos sitúa en la gran línea, la que nos prepara a celebrar la Pascua, Muerte y Resurrección de Jesús.
La Cuaresma se abrió con el gran llamado a la conversión: "Conviértanse y crean en el Evangelio". La conversión es un cambio de vida, de mentalidad. Es una invitación a poner en orden la casa, en el vivir diario. Es que casi sin darnos cuenta, sin querer queriendo, en la vida, vamos prestando poca o ninguna atención a Dios, prescindiendo de Él, casi ninguna o poca vida interior, a no vivir la alegría de bautizados, de comprometidos en anunciar el Evangelio. Descuidamos fácilmente la delicadeza con el Señor y con los hermanos, la fidelidad en las cosas pequeñas, no damos importancia a la oración profunda, el buen trato a los demás, sobre todo a los más pobres. No tratamos de formarnos y superarnos espiritualmente leyendo diariamente la Palabra de Dios, el Catecismo de san Juan Pablo II. Todo esto y mucho más debemos revisar en este tiempo de conversión por excelencia. El templo espiritual a limpiar es nuestra alma. "¿No saben que son templo de Dios?", dice el apóstol Pablo.
En la primera lectura se condensan los diez mandamientos, el Decálogo de la Alianza entre Dios y su pueblo. Esta lectura comienza por una frase básica: "Yo soy tu Dios el Señor, tu Dios que te saqué de Egipto". Estos diez mandamientos que en los capítulos siguientes del Éxodo están mucho más delineados, resumen el estilo de vida que Dios pide a su pueblo. Unos se refieren al culto a Dios, otros al trato con los demás.
Jesús hace suyo el lamento del profeta Isaías: "Este pueblo me honra con sus labios pero su corazón está lejos de mí. El culto que me da no tiene valor...” Aunque los ritos del culto se cumplían cabalmente, no eran expresión de una vida orientada a hacer la voluntad de Dios, al cumplimiento de los mandamientos. La Cuaresma es un tiempo propicio para renovar y purificar nuestro culto. Renovación para toda la Iglesia, renovación personal y comunitaria. Renovación también del culto que damos a Dios en nuestros hogares.
Dios sigue en este siglo XXI ofreciendo su Palabra, los diez mandamientos, para que podamos renovarnos, purificarnos, ponernos al día en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Los diez mandamientos son una gran expresión del Señor, una ayuda poderosa para salvarnos, para llevar una vida digna. Los mandamientos no nos quitan la libertad, al contrario, son el camino para una vida de paz y felicidad. Los mandamientos proporcionan a los que los cumplen una vida armoniosa consigo mismos y con los demás.
El cumplimiento de los mandamientos es de suma importancia, siempre y cuando se traduzca en la vida práctica la actitud interior que nos une a la voluntad de Dios. Lo principal no es la ley en sí misma, sino lo que está detrás de la letra de los mandamientos. Porque el cumplimiento de los mandamientos deben ser la expresión de nuestro amor a Dios, la fidelidad a la Alianza. San Juan nos dice en el Evangelio: "El que me ama guarda mis mandamientos, el que no me ama no cumple los mandamientos". Por ello, en la Cuaresma nos viene bien a todos la revisión de vida para ver si nuestro culto es en espíritu y verdad, si hacemos la voluntad de Dios. La verdad o la mentira de nuestro culto la comprobamos al salir del templo, especialmente en nuestras relaciones con los más necesitados.