Acabo de volver de un viaje a Asia, donde tuve un par de experiencias curiosas. La primera en Seúl, cuando, alojado en un hostal de mala muerte y compartiendo habitación con otras cinco personas, me topé con un turista limeño, quien me contó que conocía Bolivia. ¿Uyuni?, aposté yo. Desaguadero fue la respuesta.
Sin que yo se lo preguntara me dijo sin rubor que hacía contrabando de CDs vírgenes que llegaban de Asia y al entrar por Iquique, sus cargamentos se desviaban a la altura de Desaguadero para luego dar un giro inopinado hacia Perú, haciendo camino en su camioneta por los algarrobos altiplánicos, precedido por una moto que le alertaba de posibles policías que eventualmente se convertían en cómplices.
En la siguiente parada del viaje, esta vez en Tokio, me encontré –también en un alojamiento barato– el caso curioso de los “hoteles cápsula”. Era una suerte de spa para el vulgo, conformado por nichos casi idénticos a los de un cementerio público con centenares de camas hacinadas, en las que había que respetar cinco normas innegociables, cuatro de ellas de prohibiciones: uso de zapatos, entrada de mujeres, conversaciones con volumen mayor al de un susurro y la exposición de tatuajes.
La quinta norma era la de llevar un batín de hospital –sin bolsillos–, lo que dificultaba el manejo de celulares y billeteras dentro del recinto. El ambiente era setentero, la estética casposa y apolillada, el trato seco y burocrático, pero de una armoniosa corrección.
Esa corrección me llevó a la sorpresa cuando me di cuenta de que perdí mi billetera, hacía ya horas y en el baño público del hostal –compartido–, lo que hizo que la vuelta a la cápsula sea rauda en detrimento de unos programados (y frustrados) sakes.
En recepción me esperaba la billetera intacta. Algún alojado nipón habría devuelto lo ajeno a la administración del albergue sin extraer siquiera la basura.
De vuelta a casa, sin quererlo, planteé un experimento social. Conté ambas anécdotas a amigos y colegas norteamericanos e hispanos, por separado. Ambos grupos quedaron extrañados por las condiciones de un alojamiento considerado barato en Tokio (35 dólares por noche), por las reducidas dimensiones de mi cápsula, por estar dotados de uniformes, por tener derecho solamente a baños públicos y compartidos, porque en el espacio común se podía fumar y por otros elementos ajenos a la cultura occidental, que sobre todo los norteamericanos consideraban inadmisiblemente incómodos.
Mientras que mis colegas yankees escuchaban atónitos y con compasión el haber tenido que lidiar con delincuentes contrabandistas que trabajaban en forma “de mafias” –como él mismo admitió–, mis colegas latinoamericanos quedaron casi indiferentes con la historia centrada en las irregularidades legales del peruano, pero les llamó poderosamente la atención que me hayan devuelto la billetera intacta.
La capacidad de admiración del ser humano suele estar relacionada con las situaciones desconocidas. En este caso, los gringos pusieron el grito al cielo ante una conversación con un contrabandista, igualmente que la Policía actúa torpemente ante hechos como la revuelta de Baltimore esta semana. Nosotros los hispanos más bien quedamos boquiabiertos cuando nos devuelven la billetera intacta luego de cinco horas sin saber su paradero en un espacio público.
La capacidad de sorpresa, ante lo malo y lo bueno, suele abrir la mente, y a veces la capacidad crítica. El estar rodeados de montañas en el precioso valle cochabambino o el hecho de no tener salida al mar, no nos exime del deber de aprendizaje, más aún en la era de Internet.