La visita del papa Francisco al país provocó que la elección de los nuevos vocales del Tribunal Supremo Electoral (TSE) pase a un segundo plano, pese a su importancia. Sin embargo, el papel que deben cumplir estos ciudadanos, hombres y mujeres, es de tal trascendencia que en sus manos queda una importante cuota parte de la mantención o derrumbe del sistema electoral en el país. Y siendo que el pilar más importante del sistema democrático es la realización de elecciones y que estos vocales las deben administrar, se infiere que su actuación tendrá influencia en el destino del sistema democrático.
Se debe sumar el hecho de que estos vocales han sido elegidos luego de que se obligara a sus predecesores a renunciar por su incapacidad y parcialización con el oficialismo. Su actuación deslegitimó particularmente las elecciones subregionales de marzo pasado al punto que las propias autoridades de gobierno presionaron para que abandonaran sus cargos.
Semejante experiencia abrió la esperanza de que el Gobierno reconociera que un factor central de la legitimidad de un sistema democrático y de las autoridades es que el árbitro que administra las elecciones sea imparcial y la ciudadanía confíe en que su voto se reflejará fielmente en los resultados. En un principio pareció que esa visión primaría tanto en las filas del oficialismo como de la oposición. Lamentablemente, se impuso el sectarismo y lo que pudo ser un proceso de concertación exitoso terminó en una nueva aplicación del rodillo legislativo: el Gobierno no ha asumido realmente la importancia de contar con un órgano electoral claramente independiente, y la oposición se dividió entre quienes consideraron –al parecer en forma correcta– que había que apuntalar la corriente aperturista del oficialismo y los que se encerraron en un rechazo suicida y sin sentido a cualquier tipo de negociación.
En ese forcejeo se ha elegido a los siete vocales, hombres y mujeres. La mayoría tiene, sin duda, afinidad con el proyecto político que impulsa el MAS, así sea que no tengan el “carnet de militante” de ese partido u otro aliado, único documento que inhabilita al postulante al TSE. Pero, al mismo tiempo, tienen una reconocida trayectoria pública que los debería obligar a asumir el compromiso moral de no ser simples ejecutores de las instrucciones de los otros órganos de poder, sino que sean capaces de administrar procesos electorales transparentes, garantizando el voto “igual, universal, directo, individual, secreto, libre y obligatorio, escrutado públicamente”, como dispone la Constitución Política del Estado. Es decir, teniendo como principio fundamental el respeto a la voluntad popular expresada en elecciones libres.
Si así actúan, con seguridad recibirán el reconocimiento ciudadano, como ha sucedido con aquellos vocales que en 1991, y ante el descalabro de la entonces Corte Nacional Electoral en manos de los partidos políticos circunstancialmente mayoritarios, decidieron aceptar el desafío de reestructurar el órgano electoral y recuperar la confianza ciudadana.
En este sentido, y precisamente por la frustración que provocaron los vocales cesantes, los recién electos deberán estar convencidos de que tendrán un riguroso seguimiento desde la sociedad a la que se deben.
Precisamente por la frustración que provocaron los vocales cesantes, los recién electos deberán estar convencidos de que tendrán un riguroso seguimiento desde la sociedad a la que se deben