Hace algunos años atrás tuve la suerte de visitar Pekin invitado por una universidad China. Era el momento del auge económico del gigante asiático, crecía a más del 12% al año, era la fábrica del mundo, producía buena parte de las manufacturas del planeta, recibía más de 100 mil millones de dólares de inversión extranjera directa al año, representaba el 16% del mercado mundial y había sido capaz de sacar a 500 millones de chinos de la extrema pobreza. Todos estos logros combinando un modelo político autoritario con un desenfrenado sistema capitalista.
Mi estadía en China fue una experiencia fabulosa en muchos sentidos. Conocí varias ciudades de nombres impronunciables que tenían poblaciones 5 veces más grandes que toda Bolivia, realicé muchas actividades académicas y mis anfitriones me trataron maravillosamente. Todo el santo día tenía un estudiante, que hablaba o español o inglés, que hacia mi cotidiano muy llevadero, pero a cierta altura de mi estadía quise sentir la nueva China capitalista e ir de compras a los famosos mercados de la seda que, en la época, eran el eufemismo para denominar unos khatus populares muy simpáticos donde uno podía comprar absolutamente de todo, desde un reloj Lolex o un Patek Philippe hasta finas camisas de seda, por supuesto todo fake (falso), como dicen los gringos. Además se decía que todo era inmensamente barato gracias a un tipo de cambio devaluado y salarios muy bajos.
Por supuesto yo tenía que experimentar este milagro de economía informal y liberarme tanto de mi fiebre de consumo como de larga de encargos familiares que había recibido. Entre tanto requería ir solo a los templos del consumismo, por lo que pedí a uno de amables acompañantes dos favores: 1) el privilegio de la soledad y el libre albedrio y 2) que escribiera la dirección del mercado y la del hotel donde me encontraba.
Me puse mis lentes de antropólogo, cargue la billetera con los mejores Washingtones, tome un taxi, entregue al conductor la tarjeta con las coordenadas y me fui a experimentar el milagro capitalista en el corazón del sistema político socialista chino. El mercado de la seda era mucho más interesante de lo que me habían descrito. En edificios muy bien organizados, una especie de Huyustus vertical, se encontraba de todo y un poco más. Era el lugar ideal para aprovechar el dólar fuerte. Pasé cuatro horas negociado y no dejando pariente y amigo sin algún recuerdito exótico, por supuesto que me compré un pijama de seda pura de la región Toyota que me da suerte hasta ahora a la hora de dormir. Tuve que comprar una pequeña maleta para llevar mis preciadas compras. Agotado por la maratónica esgrima de oferta y demanda, decidí volver, pero descubrí que había perdido la tarjeta con la dirección del hotel y no tenía la más remota idea de donde estaba. Sabía de oídas y caminatas distraídas que mi albergue estaba cerca la universidad cuyo nombre apenas balbuceaba. Así que comencé a preguntar a la gente y decenas de taxistas, en todos los idiomas que la desesperación me permitían hablar, alguna indicación para volver al hotel. Obviamente apelé al leguaje universal de las señas, lo que me convirtió en un loco que daba la impresión o que estaba teniendo un ataque de epilepsia o era un rapero sin talento. Fue terrible el arrebato de aislamiento. Sentí la presencia implacable de la muralla china de la incomunicación.
La espada de la noche se aproximaba despiadada con todos sus aceros pendencieros a cortarme el camino de vuelta. Sentía el olor de la tragedia y el titular de periódico de páginas interiores me retumbaba en los oídos: “Profesor boliviano de la Villazón Business School desaparece en China, sólo se encuentra una maleta llena de chucherías y de un jarrón falso de la Dinastía Ming”.
Me resistí a reconocer que estaba más perdido que Adán en el día de la madre en pleno paraíso socialista. En medio de alguna calle de Biejing me senté sobre mi maleta, vacío de ideas y lleno de una pesada culpa pequeño burguesa por haber soltado mi verbo consumista, cuando, de repente, el cielo se abrió y de un rayo de luz bajo el camarada Mao Zedon acompañado de doradas trompetas revolucionarias. Me miró con ternura, me sonrió al estilo Mona Lisa y me convocó a su tumba en la plaza Tiananmen, donde había varias cabinas para turistas perdidos como yo. Después de agradecer al líder con sonoro ¡Jallalla!, paré un taxi, repetí varias veces el nombre de Mao en éxtasis mántrico y realicé mímicas contundentes que representaban tumba, muerte, mausoleo. Un inteligente chofer leyó mi pánico e hizo la asociación inmediatamente, en cuestión de minutos estaba en una oficina de turismo de la plaza Tiananmen con la dirección del hotel que conservo hasta ahora en mi billetera para cuando vuelva, ahora que el Yuan está devaluado. Mao Zedon me había salvado.