¡Viva la Vida! Homenaje a Gabriela Ruiz de Orozco

RESOLANA 19/08/2015
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La pintora mexicana Frida Kahlo Calderón murió el 13 de julio del año 1954, a la edad de 47 años. Apenas unas semanas antes había concluido de pintar un cuadro extraño entre su iconografía pero indudablemente expresivo. Se trata de un óleo de 59 por 50 centímetros, sobre un tablero de fibras de madera, que muestra un conjunto de sandías, algunas cerradas, verticales e inclinadas; otras abiertas en distintas perspectivas, en un estallido del color, la frescura, sensualidad y sabrosura de esa fruta tropical.

Los especialistas sugieren que el cuadro habría podido ser pintado antes de que el deterioro de su salud (piernas amputadas, dolor permanente, adicciones y mala alimentación) la estuviera abatiendo, pero afirman también que ocho días antes de entregarse a la muerte “(…) cogió los pinceles y escribió sobre la pulpa roja de la sandía: Viva la vida / Frida Kahlo / Coyoacán 1954 México”.

Ese bodegón fue su adiós a la vida, seguramente casi al mismo tiempo que escribía en su diario sus últimas palabras: “Espero que la marcha sea feliz y espero no volver”. Nada más representativo de la vida y de la muerte de esta mujer esplendorosa, que compartió con el mundo los minuciosos cuadros de sus amores y sus dolores; la búsqueda de las raíces estéticas de los pueblos originarios mexicanos; un alegre y procaz desenfado en sus relaciones afectivas y la valentía de tomarse a sí misma como el lienzo en que iría plasmando su construcción como un personaje único del siglo XX y de las revoluciones mexicanas.

Las diosas te dan con una mano aquello con lo que sueñas y con la otra te quitan lo que tanto has amado. ¡Cruel justicia olímpica! Hace una semana, la misma tarde cuando yo contemplaba, maravillada, desconcertada e intranquila, las famosas sandías de Frida, Chichina Ruiz, mi amada hermana, se nos iba. Para mi corazón, eso no es ninguna casualidad. Como bien la describió su amigo Ricardo Zeballos, Chichina era una sacerdotisa de la vida, y su rebosante amor por las frutas, por la risa y por los saberes y los colores la desbordaba haciéndonos llegar, a quien tuvimos el privilegio de estar a su lado, las migajas que podíamos agarrar de ese banquete íntimo.

Íntimo, pero jamás mezquino. Rodeada del esplendor de los frutos, ya sea que provinieran de la tierra, de sus fogones, de sus laboriosas manos, de las macetas en las que criaba flores como a dóciles niños o de su desmesurada pasión por la enseñanza, era tan capaz de emocionarse ante los pequeños milagros cotidianos como de transformar el pensamiento de los filósofos en máximas poderosas, de esas que te sirven de brújula en las múltiples batallas de la vida diaria.

Las sandías suelen aparecer, rojas y provocativas, en muchas figuras populares mexicanas al lado de los esqueletos o las catrinas que son infaltables en el imaginario de ese país. Quizá por eso las eligió Frida para decir adiós. Pero Chichina las hubiera elegido por su sabor, color y belleza para representar la vida. Esa vida que abandonó con el cuerpo herido y consumido que, sin embargo, no logró aprisionar su magnífico espíritu. Quizá, como Adela Zamudio, otra guerrera, otra maestra, ella no nos hubiera amenazado con jamás volver, sino que nos hubiera dicho “llórenme ausente, pero no perdida”.

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