Cuando el diálogo deja de ser un instrumento efectivo para conciliar la voluntad sincera de quienes intervienen en él y se emplea como la estrategia engañosa para distraer, evadir o postergar la solución de un conflicto o una diferencia, cualquiera que sea, simplemente deja de llamarse diálogo.
Eso es lo que Chile no entiende, o mejor dicho no quiere entender. No es por otra razón que el vecino país sigue aferrado con todo a una estrategia diplomática que le ha funcionado muy bien por más de cien años: dialogar sin la menor intención de reconocer, y menos considerar, que existe un asunto pendiente con Bolivia desde la Guerra del Pacífico.
El diálogo, así como lo concibe Chile para su propio beneficio, para lo único que ha servido en los hechos es para consolidar, en el tiempo, derechos económicos, territoriales y soberanos sobre territorios que le fueron despojados a Bolivia por asalto, en una invasión militar que hoy se conoce como la Guerra del Pacífico.
No existen dudas, pues, de que Chile ha disfrazado una pretendida generosidad con Bolivia en la palabra “diálogo”, y está sobradamente claro que eso es lo que pretende seguir haciendo por tiempo indefinido.
La diplomacia chilena querrá, seguramente, seguir dialogando por los siglos de los siglos con Bolivia, amparada –claro está– en un celestinaje internacional que, con el argumento de la bilateralidad, ha ignorado su mirada al clamor boliviano expresado en todos los foros y escenarios mundiales.
Hay que reconocer que la fórmula chilena del diálogo sinfín ha resultado efectiva para evadir el tratamiento sincero y real del tema en cuestión: la legítima demanda boliviana de un acceso soberano al mar; y también ha sido útil para presentarse ante el mundo como el vecino cooperante y de buena voluntad que no tiene temas pendientes con ningún país de la región.
Sin contar el incuantificable daño económico que significó el cercenamiento de nuestro territorio, poco o nada importa para Chile que Bolivia siga ahogándose en su mediterraneidad, atraso y pobreza, o que generación tras generación los niños y jóvenes crezcan, vivan y mueran con la frustración colectiva y el imperturbable sentimiento cívico-patriótico de su derecho irrenunciable al mar que les fue arrebatado violentamente. Sentimiento alimentado, también, con ese diálogo que, por más falso que sea, conlleva el implícito reconocimiento de una cuestión irresuelta.
Sin embargo, los diplomáticos, políticos y gobernantes chilenos no parecen haber percibido que algo ha cambiado; que su discurso –ése del país generoso y abierto al diálogo con Bolivia– ya no es recibido con la misma indiferencia (o ceguera) de otros tiempos por la opinión pública internacional, y mucho menos por la de su propio país.
Por eso, las repetidas apariciones del canciller chileno, proclamándose y proclamando a su país como paladines del diálogo o fanáticos defensores del Tratado de 1904 (firmado bajo la presión/amenaza de la supremacía militar chilena), cada vez están más cerca de parecer sainetes diplomáticos antes que expresiones políticas de sincera buena vecindad. La realidad, la coyuntura y el contexto regional y mundial son, hoy, totalmente distintos a los de hace pocos años atrás, pero la conducta chilena –cada vez más agotada, por cierto– sigue siendo invariablemente la misma.
Viene siendo tiempo, pues, de afrontar el fondo del diferendo y explorar fórmulas viables para la reparación histórica que exige Bolivia. Ya no es admisible seguir evadiendo la solución definitiva a un tema que, quiérase o no, constituye una ineludible barrera para el propósito común de la plena hermandad e integración latinoamericana.