Juicios temerarios

MISCELÁNEA 27/09/2015
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La función de administrar justicia, que tiene el carácter de una misión especial conferida por el Estado, es apreciable como equiparable al rol de los sacerdotes de las distintas confesiones religiosas, pues para su buen desempeño, requiere de una expresa vocación de servicio que tiene como propósito el dar a cada cual lo que es justo y le corresponde, que, al ser advertida como tal, coloca al juez en un plano superior y equidistante de las partes en conflicto.

Tan trascendental misión obliga al juez a ser honesto, sabio, paciente, trabajador, imparcial, justo e independiente.  Para los fines de administración de justicia no servirán de nada las disposiciones legales existentes a ese efecto, si la aplicación de ellas  no está garantizada por jueces independientes.

Sin embargo, se debe reconocer que los jueces son humanos, lo cual implica riesgo de infalibilidad o de conducta contraria a la ética. Ese riesgo se presenta principalmente cuando el juez no ejercita el esencial elemento de su rol consistente en una actuación con sujeción estricta al principio de imparcialidad.

Existen textos sobre psicología judicial que tienen como contenido estudios acerca de las personalidades de quienes son acusados como autores de hechos delictivos y de las víctimas. Falta uno que esté exclusivamente dedicado a la psicología de los jueces, con destino al descubrimiento de su falta de temor ante el riesgo de condenar a un inocente.

Ha sido ampliamente tratado en diversos foros nacionales e internacionales, el criterio que expresa que el punto principalmente vulnerable en los jueces respecto a desempeño imparcial está en su sometimiento al poder político. Ese es indudablemente el aspecto más conocido y grave de las diferentes influencias nocivas que afectan a la administración de justicia, y tiene origen en que, tanto los nombramientos como la permanencia en los cargos jurisdiccionales, están condicionados al poder político, lo cual origina resultados contrarios al sentido de lo justo. A ello se agrega una influencia procedente de manifestaciones callejeras que, se presentan como reacción espontánea, y son en realidad minuciosamente preparadas por los acusadores.

Estudiado por varios juristas el famoso proceso a los hermanos Jáuregui, acusados de haber asesinado al General José Manuel Pando en 1917, se llegó a la unánime conclusión de la inexistencia de pruebas fehacientes como para condena. El joven fusilado era inocente. La decisión judicial injusta no tuvo en ese caso origen en presiones del gobierno de turno sino, al contrario, en acciones programadas por  políticos opositores empeñados en defenestrar a los liberales que ejercían el poder desde el año 1900. Entre esas acciones programadas se destacaron manifestaciones callejeras constantes.

En la época actual, con referencia a los dos casos concretos de persecución a funcionarios públicos no integrantes del partido oficial, (los procesos contra José María Bakovic y Leopoldo Fernández), se utilizó en gran medida ese procedimiento  de las manifestaciones  con las llamadas “vigilias” de permanencia de personas día y noche frente a los edificios de administración de justicia que exigen que los jueces emitan un pronunciamiento conforme a las pautas que los manifestantes proponen, además del arma de amenaza de proceso a los jueces con ostensible actuación de imparcialidad que, finalmente, son excluidos por renuncia voluntaria a sus cargos o también debido al hecho de ser igualmente procesados por su independencia de criterio.

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