¿Inversionistas y ciudadanía despolitizada?

DESDE DEL FARO 29/10/2015
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Cuando aún flota en el aire la advertencia vicepresidencial de cancelar las personerías jurídicas y de expulsar a las ONG que hagan política y de proclamar al capitalismo como el cáncer de la Madre Tierra, el presidente Morales desde Nueva York, ciudad luz del capitalismo global, nos sorprendía al invitar a los empresarios a confiar en Bolivia, a ganar dinero siempre y cuando no conspiren ni hagan política. Pareciera que para su Excelencia, conspirar y hacer política son sinónimos.

Paralelamente en las redes sociales, las diversas voces ciudadanas críticas a la re re re elección presidencial anunciaban campañas de ciudadanos apolíticos y sin políticos, es decir libres de todo mal y estigma. En la misma línea, nos tragamos y agradecemos el festín prebendal a la par de la crítica descalificadora a las oposiciones parlamentarias por sus críticas “políticas”.

¿No es acaso hacer política, y ejercer nuestros derechos constitucionales, el incidir, cuestionar, asociarse a agrupaciones sean o no partidarias, a proponer políticas públicas a favor de las mujeres, los niños, los pueblos indígenas, el medio ambiente y el empleo digno cada vez más precario e informal? Ni qué decir del reclamo de transparencia, de cuestionar la política cambiaria que funde al sector productivo, de demandar seguridad jurídica efectiva y del derecho a acogerse a la iniciativa legislativa ciudadana. Si eso no tiene que ver con el pensar y hacer política, ¿qué es?, ¿conspirar?
Intuyo que detrás de estos mensajes contradictorios emitidos en escenarios surrealistas, en Manhattan y Lauca Eñe, se esconden aspectos claves que explican el éxito y el récord histórico de permanencia de Evo Morales en la silla presidencial. Me explico, esperando no complicar la comprensión, todavía inacabada, de una idea que me zumba en la cabeza.

Me refiero a la tolerancia social cotidiana a la disonancia o bipolaridad discursiva de los poderosos por un lado y, por otro, a la estigmatización de la política, lo político y por ende al culto de una ciudadanía despolitizada. Bajo estas condiciones, concedemos al MAS el monopolio de su ejercicio, de asumirse el único moral e históricamente habilitado para usar y abusar del poder que la política le confiere en todos los espacios e intersticios donde la marea azul y su propaganda ha penetrado.

Las sucesivas victorias del oficialismo no descansan en el 30% de votos militantes, casi religiosos de las organizaciones sociales o campesinas, de colonizadores y cocaleros eufemísticamente bautizados como interculturales. Es la combinación de pragmatismo, tolerancia, indiferencia y miedo de indecisos y no afines al MAS la que paradójicamente sostiene su hegemonía. El evismo agradece las posturas viscerales de la oposición (partidaria y no partidaria), a los que esperan un nuevo caudillo y Mesías, agradece a los que desterraron la política y se avergüenzan de ejercerla. Concluyo parafraseando a Joan Pratt: la mala política no se reemplaza con “movimientos sociales” ni con la espontaneidad ciudadana, ni con líderes providenciales, sino ante todo con “buena y mejor política”. La política sin hacedores políticos, sin ciudadanos conscientes de sus derechos es como el café descafeinado. Esta reflexión apenas ha comenzado.

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