No cabe duda. Uno de los peores problemas de la vida institucional y democrática de un país en crecimiento es la corrupción.
Pero este fenómeno no solo ha sido asociado desde el principio con la vida de los llamados países en vías de desarrollo, como es el caso de Bolivia sino –y lo que es más alarmante– que se ha naturalizado hasta incrustarse en el imaginario cotidiano de nuestras sociedades y convivir con los engranajes y funcionamiento de los aparatos institucionales y gubernamentales.
Uno de los pensadores más influyentes del siglo pasado, Samuel P. Hungtington, autor de Choque de Civilizaciones, y de un libro no menos influyente en la segunda mitad del Siglo XX, El orden político en las sociedades, consideraba que la corrupción juega un papel fundamental en el retraso del surgimiento de las instituciones políticas apropiadas para permitir el cambio social y económico.
Bolivia, según el estudio de Natural Resource Governance Institute (NRGI), difundido recientemente en varios medios a nivel nacional e internacional, figura como uno de los países menos comprometidos del mundo con el combate a la corrupción.
El informe señala que Venezuela, Ecuador y Bolivia se encuentran entre los que obtienen las peores puntuaciones de la región y están entre las últimas del mundo. En cambio que Chile, Uruguay y Costa Rica abanderan la lucha contra la corrupción en la región.
Según este informe, la corrupción tiene una relación directa con la desigualdad y la pobreza. Los países que atacan su corrupción pueden incrementar su Producto Interior Bruto (PIB) hasta en un 300%, con la consiguiente mejora de servicios públicos tales como la salud o la educación, indispensables para el crecimiento y desarrollo de un país.
Este es un informe que, como se verá, no le favorece en nada a Bolivia, y lo traemos a colación en estos días en que acaba de develarse un secreto a voces: la gran corrupción que reina en el aparato judicial y que filtra, al parecer, todos sus niveles.
La reciente destitución e imputación de los jueces Marcelo Barrientos, Jorge Viscarra Silva y Ernesto Escobar, acusados por los delitos de cohecho pasivo, uso indebido de influencias e incumplimiento de deberes es —lamentablemente— una señal minúscula de lo que estamos afirmando.
La corrupción en el órgano judicial, sea a través del reparto político de empleos o de la extorsión y el tráfico de sentencias, es una evidencia de ribetes escandalosos y sin parangón en la reciente historia democrática del país.
La teoría del Iceberg se aplica muy bien en este caso. Por el momento solo vemos una punta de lo que en realidad es una base gigantesca y compleja. La corrupción se ha convertido en una hidra de mil cabezas, donde por cada cogote que se corte emergen otras dos.
La corrupción se ha naturalizado al punto de que la gente parece verla como un hecho normal, cuando lo que genera es la distorsión de toda la sociedad en su conjunto.
No puede ser que la corrupción se convierta en un mecanismo que norme el funcionamiento del Estado, o en el andamiaje sobre el cual podamos imaginar un futuro para las nuevas generaciones de bolivianos. Es hora de romper la rueda y destruir este mito. Es posible luchar contra ello y todos, pero sobre todo los gobernantes, debemos estar dispuestos a hacer más grandes sacrificios para lograrlo.