“Otro mundo es posible”

27/12/2015
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"Entre la espada y la pared” es la metáfora perfecta para lo que enfrentamos por la industrialización –comenzando con una luna llena de basura de naves espaciales hasta las cumbres de montañas cortadas por buldóceres y los tomates contaminados por los genes de peces. Para nosotros los dilemas absurdos abundan; 1984 no empezó a adivinar el futuro.

El desafío contemporáneo se halla en la necesidad de construir un Estado-nación bastante fuerte para sobrevivir militarmente; la sociedad global está atormentada aún por los conflictos que se lanzaron en el neolítico cuando los nómadas se afincaron permanentemente y por la sobrepoblación que resultó; siempre tenían que expandirse en sus fronteras.

Al otro lado, tal orientación no funciona nada más: el planeta es un orbe finito y las guerras de dominar/robar/recuperar siguen implacablemente. ¡Palestina! ¡Irak! ¡Congo! ¡Sudán! Y siguen desplazando o matando a millones de ciudadanos, demoliendo los ecosistemas, amenazando la última conflagración mundial.

También los conceptos antiguos del desarrollo no funcionan más. Según la política real, parece que la única manera de perdurar es competir con uñas y dientes desplegando proyectos industriales masivos: presas que producen bastante electricidad para impulsar millones de computadoras, celulares y vehículos eléctricos; excavaciones mega-grandiosas de diamantes, estaño y oro; las antenas quieran o no quieran emiten microondas que (exactamente como sus contrapartes militares) pueden matar; hipercarreteras y canales para importación/exportación; superfábricas que producen sinnúmero de máquinas electrónicas (y máscaras horrorosas de Halloween para que podamos expresar nuestro pánico); cualquier y siempre más.

En todas partes, el modelo del desarrollo (pos) modernísimo está destruyendo abejas y limones, olmos y molles, mares y ríos, las nubes y el cielo, efectivamente al planeta entero; además la cohesión de culturas, comunidades y países.

Como dijo el presidente sin palacio ni helicóptero José Mujica, durante 2014 en el encuentro del G77 y China: “¿Cuál es el desarrollo que anhelamos? ¿El mismo que ha creado el Occidente industrial u otro desarrollo? ¿Son los mismos valores? ¿Es la misma cultura?” Y cuando gritan los activistas contra la globalización corporativa “¡Otro mundo es posible!”, quieren decir que el mapa de vivir que domina el planeta –con sus narraciones, técnicas, organismos y métodos tan únicos en la historia humana– tendría que cambiar si queremos seguir adelante.

La razón de que los zapatistas capturaran atención mundial no era sólo por su insurrección atrevida contra el Tratado de Libre Comercio de América del Norte el 1 enero de 1994. Además se celebró su visión de resucitar modos de vivir reflejando el rechazo del mismo Emiliano Zapata cuando negó sentarse en el trono de la presidencia mexicana: no quiso el poder, quiso el retorno de la tierra de su comunidad. Al mismo tiempo que los zapatistas contemporáneos se defendían contra las agresiones de su gobierno, creían en “un otro mundo” basado en una escala de vivir bien cara-a-cara, la democracia consensual, una amistad entre la gente y la naturaleza y el comunismo natural a sus culturas.

No es sólo Bolivia que enfrenta los dilemas presentados por los tentáculos penetrantes del imperio y su siempre partidario y aliado, la industrialización, sino es cada país, cada región, cada cultura, cada familia y cada persona en el mundo. ¿Poder megamilitar y crecimiento sin fin económico en una caja de yesca/caja de tóxicos mundiales? ¿O culturas sostenibles y democracias verdaderas?

Esta es la confrontación arquetípica de nuestra época.

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