En el informe presentado a la Asamblea Legislativa, el pasado 22 de enero, el Presidente del Estado ha anunciado que los días 16 y 17 de abril se realizará una Cumbre Judicial para “poner fin a la mala imagen de la Justicia en el país”.
Ante tal anuncio surge la pregunta obligada sobre si dicha Cumbre Judicial será el escenario para la solución a la crisis del sistema judicial del Estado. Todos deseamos y aspiramos a que en el mencionado evento se encuentren los causes para superar la difícil e insostenible situación, a partir de la adopción de medidas concretas para enfrentar la crisis desde sus causas estructurales; sin embargo, por la forma en que será realizada y los temas que serán abordados surgen dudas razonables.
Siendo así que, una de las causas de la crisis del sistema judicial es la sistemática debilitación de la independencia del Órgano Judicial, en general, y de los magistrados y jueces, en particular, la anunciada Cumbre Judicial está siendo organizada y será dirigida por quienes detentan el poder político en la coyuntura, cuya actuación está marcada por los prejuicios políticos-partidarios; una prueba de ello es que cuando el Colegio de Abogados de Cochabamba envió una propuesta técnicamente elaborada para que la selección de los candidatos y candidatas a magistrados, que debería realizar la Asamblea Legislativa, esté precedida de la comprobación pública de la idoneidad y probidad de los postulantes, la propuesta no fue considerada porque –según dijo el Presidente de la Asamblea Legislativa– provenía de una institución que había sido copada por los neoliberales y los oligarcas. Con los antecedentes referidos, existe el fundado temor de que los responsables de organizar y dirigir el evento, hoy también actúen con los mismos prejuicios y excluyan del evento a personalidades e instituciones importantes que piensan diferente al esquema gubernamental, de manera que participen solamente aquellos sectores sociales o personalidades afines al Gobierno, que orienten la realización del evento a la adopción de medidas que parcialmente les permita corregir los errores cometidos y reconocidos, como la elección por voto popular de magistrados, pero que mantengan las causas estructurales de la crisis, dando lugar a que el remedio sea peor que la enfermedad, como ha venido sucediendo hasta el presente.
La posición del Gobierno Nacional expresada públicamente por el Vicepresidente del Estado también genera fundadas dudas sobre la efectividad de las medidas que se adopten para superar la crisis.
Entre las principales medidas que anunció la autoridad está la de reformar el Código Penal para agravar las penas, con el propósito de evitar el crecimiento de las conductas criminales. Esa medida refleja la no comprensión del verdadero problema, que la criminalidad tiene causas, factores y condiciones que la producen, y entre tanto se las mantenga seguirá subsistente, es más, se incrementará. La medida de endurecer las penas está anclada en la Teoría del Derecho positivista clásico de principios del Siglo XX, así como en la corriente retributiva, que reduce el fin de la pena a la sanción del culpable de un delito bajo el lema “el que la hace, la paga"; se trata de una corriente que prescinde de toda finalidad social, con la agravante que se olvida de la víctima, de la restauración de las consecuencias del acto criminal, de reparar los daños y perjuicios y de restablecer la armonía social.
Cabe recordar que en la realidad boliviana existen dos ejemplos concretos que demuestran la ineficacia del endurecimiento de la pena como medida para reducir la criminalidad; el primero, la Ley Nº 1008, que impuso penas elevadas para castigar el narcotráfico y los delitos conexos, además de un régimen procesal inquisitivo que presumía la culpabilidad y no la inocencia; hoy a más de 25 años de vigencia, se constata que el narcotráfico no se ha reducido, sino se ha incrementado; el segundo, la Ley Nº 004 de Lucha contra la corrupción, que ha incrementado las penas para los delitos de corrupción y los delitos vinculados a la corrupción; a más de cinco años de vigencia, la corrupción se ha incrementado.
De otro lado, se propone modificar el código procesal para que no sea “demasiado garantista como el actual”; ello supone reducir a la mínima expresión, por no decir suprimir, el derecho al debido proceso, como en algún momento propuso el Presidente del Estado. Esa propuesta no tiene razonabilidad, constituye un lamentable retroceso en el tiempo hacia el sistema procesal penal inquisitivo en el que se parte de la presunción de culpabilidad y no la de inocencia, con lo que a la sola acusación de haberse cometido un delito se encarcela a la persona sin darle oportunidad alguna de ser oída y juzgada previamente por un juez natural, sin que tenga derecho a defenderse y de impugnar un fallo cuando sea arbitrario e ilegal. De implementarse esa propuesta se estaría desconociendo los compromisos internacionales y las obligaciones asumidas por el Estado al suscribir y ratificar los tratados y convenciones internacionales sobre derechos humanos en los que se consagra el derecho al debido proceso, con lo que se estaría deslegitimando el sistema procesal del Estado, ya que su aplicación daría lugar a que la Corte Interamericana de Derechos Humanos declare la responsabilidad internacional del Estado, disponiendo la nulidad de los procesos y la indemnización a las personas que fueron encarceladas con la aplicación de ese sistema procesal. La causa de la retardación de justicia no es el sistema procesal garantista, es la inadecuada conducta de los operadores.
Existen otras propuestas, como las de establecer “el enjuiciamiento y encarcelamiento a jueces, fiscales y abogados que no cumplan los plazos procesales”, que tampoco se ajustan a la realidad ni son un medio adecuado para superar la crisis; propuesta que por razones de espacio no la analizamos.