Una tarde, al calor de una amena charla, recordamos al escritor Alfredo Medrano (Urbano Campos) y su columna “Reflexiones bajo el molle”, bella denominación que evocaba a una Cochabamba y una Bolivia que desaparece. A raíz de ello, nostálgica, rememoré una niñez en la que jugaba entre ceibos, jacarandás, carnavalitos, paraísos, sauces y molles, sin que faltasen los momentos contemplativos arrullados por el canto de las aves. Tampoco escatimaban las hierbas silvestres cuyas flores pequeñas y sencillas atraían decenas de polinizadores, junto a “mariquitas”, “loritos”, “kispiris” y coloridos saltamontes. El perseguir inconscientemente esas memorias me convirtió en peatona en la procura de transformar mi necesidad de transporte, en réplica de una aventura permanente donde, durante el cotidiano acaecer, logras toparte con seres mágicos del entorno natural.
No obstante, en los últimos años, el viaje a lo maravilloso al estilo de Lewis Carroll se ha ido trastocando en una expectación impotente de cómo el escenario lúgubre y apocalíptico de Arlt, Miller, Camus u Orwell se hace realidad a partir de un enfoque cultural que prioriza el cemento, el asfalto, el automotor, cual tristes símbolos de un “progreso” decadente.
En tal medida, en ciudades y pueblos de Bolivia (incluyendo las zonas rurales), los árboles y toda vegetación van siendo reemplazados por canchas “polifuncionales”, edificios, mercados y mamotretos similares, en los que el concreto reina. La última “ocurrencia” de las autoridades de Cochabamba fue suplir la hierba por pasto sintético y es ilustrativo que el Dakar sea el evento más creativo que propone el gobierno nacional para atraer el turismo a Bolivia.
Así, es anecdótico que los ciudadanos tengamos que organizarnos para batallar por una de las más básicas necesidades, algo que no deviene ni devendrá de instancia pública o privada: el cobijo de los árboles.
Adicionalmente, qué lamentable tener que remitirnos a luchar por derechos elementales para proteger la existencia de las arboledas, ya que no estamos refiriéndonos a piedras, jirones de tela o pedazos de metal, sino que hablamos de seres vivos fundamentales del ecosistema, seres que proporcionan oxígeno y sombra, permiten la lluvia y la humedad, controlan los vientos y la contaminación, regulan el clima y, por si fuera poco, son hogar de un sinnúmero de formas de vida. Entonces, ¿con qué derecho nos hemos dado la potestad de acabar con ellos? ¿Cómo es posible que un bicho mortal que apenas suele vivir, en el mejor de los casos, unas nueve décadas, se dé a la tarea de liquidar una especie que puede perdurar cientos de años? ¿Es dable que un animalejo destructivo como un virus, se autoadjudique la vida y la muerte de un ser que, en suma, sólo provee beneficios al entorno?
Por tanto, nada justifica la tala, mutilación y otras maneras de violentar a un árbol. A estas alturas, no hay edificaciones que lo valgan, ni cables eléctricos, aceras “levantadas” y demás “argumentos” que se utilizan para justificar tamaño despropósito, peor aún en localidades donde estas prácticas se han vuelto tan endémicas que, en cada esquina, a través del sol calcinante, lo mustio de la tierra y la sequedad en la piel, se aprecian las consecuencias que de ello se generan.
Es decir, si no se forja un cambio radical y a corto plazo en nuestras praxis ciudadanas e institucionales, será inevitable que cualquier cavilación, diálogo interno, deliberación existencial, exaltación espirituosa y otras expresiones análogas del importante ejercicio cerebral, resulten no en “Reflexiones bajo el molle”, sino en “Reflexiones bajo el mamotreto”, asumiendo que fuera posible pensar debajo de tan feos adefesios.