Brasil y el fin de una ilusión

15/05/2016
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Tal como era de prever, dados los antecedentes del caso y las circunstancias internas y externas que lo rodean, la Cámara de Senadores de Brasil ha decidido suspender el mandato de Dilma Rousseff. Al hacerlo, ha dado un giro radical al curso del proceso político de su país. Y por la enorme gravitación política del país más grande de Latinoamérica, el paso dado tendrá efectos igualmente grandes a escala continental.

Desde el punto de vista estrictamente formal, el cambio de gobierno podría ser visto sólo como un paréntesis de sólo 180 días, que es lo que según la legislación brasileña es lo que debe durar el proceso durante el que el vicepresidente Michel Temer ejercerá las funciones de Presidente de manera interina. Cumplido ese plazo, si los cargos que pesan contra Rousseff no son comprobados, ella podrá volver a su cargo. Si es declarada culpable, Temer gobernará hasta el 1 de enero de 2019.

Sea cual fuere el desenlace, lo cierto es que la crisis por la que está atravesando Brasil tiene múltiples connotaciones y serán también de lo más diversas sus secuelas. Ellas van desde lo estrictamente legal, pasando por la dimensión ética y su correlato, todo relativo a la legitimidad de la aplicación de las leyes, hasta la reconfiguración del escenario político. Y como telón de fondo, pero sin duda lo más importante, lo que tiene que ver con la salud de la principal economía regional.
Desde el punto de vista legal, no parece haber lugar a duda alguna sobre la adecuación del proceso seguido contra Rousseff a las formalidades constitucionales y legales. Donde sí hay amplio espacio para las dudas y los cuestionamientos es cuando se considera los aspectos subjetivos del asunto. Es que dado el contexto de corrupción generalizada que rodea el caso, Rousseff no aparece como la más merecedora de la rigurosidad con que fue tratada. Así lo demuestra el hecho de que el proceso en su contra haya sido promovido sobre la base de un tema muy menor si se lo compara con los cargos que pesan sobre muchos de sus acusadores y juzgadores.

Esos, sin embargo, son aspectos formales cuya gravedad no se explica por ellos mismos sino por el contexto que los rodea, un contexto cuya principal característica es el insostenible extremo al que llegó la corrupción y el mal manejo de los recursos públicos durante los últimos años, hasta poner en gravísimo riesgo la estabilidad de una de las economías más importantes del mundo actual.

A esos factores se deben agregar –sería iluso no hacerlo– las pugnas alimentadas por intereses económicos y políticos que en Brasil, como en cualquier otro país del mundo, buscan sacar el máximo provecho a los errores y flaquezas de los adversarios. Y si los sectores más conservadores lograron sacar rédito del descalabro del proyecto político encabezado por el Partido de los Trabajadores (PT), no es tanto por sus propios aciertos como por el descrédito acumulado por quienes gobernaron durante los últimos años.

Como en Argentina y Venezuela, la corrupción fue en Brasil el punto débil de un proyecto político que no logró ponerse a la altura de las esperanzas que despertó. Y como la experiencia lo demuestra, ese es un error que la historia no perdona.

Como en Argentina y Venezuela, la corrupción fue en Brasil el punto débil de un proyecto político que no logró ponerse a la altura de las esperanzas que despertó. Un error que la historia no perdona

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