El lenguaje de las relaciones internacionales tiene sus códigos particulares. Bolivia ha reafirmado su vocación pacifista en el texto de su Constitución de 2009, vocación que tiene que ver con una convicción y una adscripción a la filosofía universal que nació después del holocausto bélico en 1945.
Como parte de esa visión, el gobierno de Bolivia anunció el pasado 23 de marzo su decisión de llevar el tema de las aguas del Silala a un tribunal internacional, dado que no ha sido posible un acuerdo en la interpretación de sus características ni de los derechos de Bolivia vis a vis con los que reclama Chile en torno a esas aguas.
La respuesta del gobierno chileno ha tenido dos niveles: el de las palabras que anunciaba que Chile, en caso de ser enjuiciado, contrademandaría a Bolivia, y el de los hechos, el movimiento de fuerzas militares desde una base próxima hasta apenas 15 kilómetros de nuestro territorio, con argumentos confusos vinculados al control de su frontera.
Chile ha convertido en una cuestión de gran trascendencia el tono que ha usado con frecuencia el Presidente Morales cuando se refiere a ese país en asuntos vinculados a nuestra demanda marítima y al diferendo del Silala. Las autoridades de nuestro vecino no se cansan de repetir que el tono del mandatario es agresivo, violento y ofensivo y que, así, es muy difícil abrir un espacio de diálogo y confianza. Tales expresiones no parecen considerar la cantidad de intervenciones del ministro de RR.EE. de Chile que no le ha ido a la zaga al tono usado por el Presidente Morales.
Lo curioso, lo francamente irritante, es todo aquello que se refiere al terreno de los hechos. Mientras Bolivia acude a un tribunal internacional, es decir al lugar que establece el orden internacional para cultivar las relaciones civilizadas entre estados, Chile buscó bloquear ese camino de Bolivia, mientras tanto languidecía y languidece el desminado de nuestra frontera bilateral sembrada de instrumentos letales de destrucción desde hace decenios. El lenguaje de las autoridades chilenas, desde su Presidente hasta sus ministros, ha hecho referencia explícita a su poderío militar y la decisión con la que, tanques de por medio, Chile está dispuesto a defender su soberanía.
A diferencia de Bolivia, los gobiernos de nuestro vecino han optado por apresar soldados bolivianos, realizar maniobras de sus tres fuerzas en la frontera con Perú y con Bolivia y en estos últimos días desplazar contingentes militares fuertemente armados a las proximidades de nuestro territorio. La pretensión de comparar un pequeño contingente del ejército boliviano con el apertrechamiento y potencial bélico de su par chileno es, cuando menos, risible. Además, que el Agente de Chile pretenda que el reclamo de Bolivia es porque “quiere una guerra” no es otra cosa que una incisiva provocación verbal.
Hay un elemento central cuando se produce tensión entre dos estados y se llama proporcionalidad. Si la respuesta a la retórica, por dura que esta pueda ser o parecer, es el desplazamiento de fuerzas militares, está absolutamente claro cuál es el espíritu de esa respuesta y cuál es la dimensión de su falta de proporción.
Chile parece tener un tic irrefrenable en esta cuestión. Algo más, da la sensación de que es una suerte de imperativo que liga a su sociedad a una vocación por el armamentismo y por la exhibición gratuita de un poder que es, inequívocamente, una forma de amenaza. ¿Por qué siempre estas reacciones? ¿Por un discurso, por dos o cinco declaraciones? ¿Por un legítimo e incuestionable juicio en un tribunal internacional? ¿Por dos, por tres?
Chile usa con más frecuencia de la que su historia le permite, la referencia a la necesidad de confianza ¿Cómo se puede tener confianza en quien rompe sistemáticamente las reglas del respeto a los acuerdos binacionales y a las normas internacionales? Bolivia ha sufrido la sucesión de compromisos no honrados por décadas, ha soportado el desvío ilegal de las aguas del río Lauca, la pretensión de Chile de que afloramientos acuíferos naturales en bofedales sean considerados como aguas de curso sucesivo, ha vivido la violación del libre tránsito a través de bloqueos, embargos y privatización de puertos, y soporta aparatosas maniobras militares de las tres fuerzas de su vecino del suroeste y acciones arbitrarias de sus uniformados armados en nuestra frontera.
Se trata de un gran despropósito, de una reacción desmesurada y de una incomprensión básica. Lo que importa no es la forma de lo que se dice, sino el fondo, su contenido. Nada hay en lo que ha dicho el Presidente de Bolivia que se aparte de la realidad de lo que Chile hizo en 1879 y en lo sucesivo, en lo referido al tema marítimo y a la cuestión del Silala.
En cambio, en forma y fondo, la respuesta agresiva de movilizaciones militares concretas y tangibles no da lugar a confusión. Frente al camino de los tribunales, la amenaza de quien quiere dejar claro su aplastante poder militar. ¿Es esa la forma de entender una respuesta del siglo XXI a un problema del siglo XIX?