El pasado fin de semana, La Paz vivió intensamente el peso de ser sede de gobierno con su plaza mayor cercada por una cortina de hierro y la dicha de tener una secretaría cultural con gran autonomía en el gobierno municipal para movilizar a 130 instituciones y 200 mil personas con el único objetivo del goce.
Quise ingresar el viernes al Hotel Torino, en una de cuyas salas coloniales se presentaba un libro, pero el policía cubierto con chaleco antibalas y máscara negra no me dejó entrar por la calle Ayacucho. El gobierno del Movimiento Al Socialismo ha logrado lo que no pudieron las dictaduras en 18 años de botas militares: aislar la Plaza Murillo y convertirla en un rincón silencioso y espeso.
“No puede, si quiera vaya por la Socabaya”.
“Sí, mi Comandante. Ya sé que no tengo permiso para pasar frente al Palacio de Gobierno, visitar la Catedral y bajar la calle hacia el antiguo caserón. Si la sede de la Asociación de Periodistas estuviese aún en la Comercio tampoco podría llegar a mi oficina”. Me mira rodeado de uniformados, medio ocultos bajo sacos de arena, trincheras para defenderse de los perversos ciegos, de los cojos atrevidos, de los tuertos y de los inválidos, de los enfermos mentales, de los niños sin brazos, de sus madres y de los estudiantes que convidan café con marraqueta.
En cambio, todo el sábado me di gran festín de paseos, porque era mi libre decisión ir desde el Espacio Patiño al Círculo de la Unión, pasar por la CAF y cruzar al Goethe Institut, subir a la Casa Gainsborg –ahora Museo Quiroga Santa Cruz– y ver los manuscritos que custodia la U, y seguir al Prado con la exposición de cuadros españoles y subir a los muchos museos municipales abiertos y llenos de gente en una conspiración contagiosa.
En la Larga Noche los habitantes y forasteros caminaron de un lado a otro con el objetivo de disfrutar de todo aunque era materialmente imposible alcanzar a tantas expresiones de artes plásticas, música, teatro, instalaciones y los escenarios rebalsaban de personas. Así son los paceños, les encanta la cita del goce.
Me quedé en el Pasaje Medinaceli, donde las casas abrieron sus puertas, aún un ama de casa para vender alfajores. Un señor invitaba api caliente, la Junta de Vecinos regalaba pasancallas, los chicos bailaban flamenco, un roquero mostraba miles de discos setenteros, al lado de la ruta gastronómica de la escuela de hotelería. Me encantó ver a un contador con su hija admirando a Alex Zapata y a las viejitas de la parroquia oyendo la pesada guitarra del beat argentino. Esa es La Paz que queremos, esa es la paz que ansiamos.