Cuatro meses han transcurrido desde que un día como hoy, el pasado 21 de febrero, la voluntad popular expresada a través de las urnas rechazara la intención gubernamental de habilitar para una tercera reelección al binomio Evo Morales y Álvaro García Linera.
En circunstancias normales, el resultado del referéndum y el tiempo transcurrido desde entonces serían suficientes para que se dé por zanjado el asunto y las fuerzas oficialistas, además de asumir su derrota, se adaptaran a las nuevas circunstancias. Lejos de ello, y contra todo lo que sería de esperar, todos los esfuerzos gubernamentales desde el 21 de febrero se han concentrado alrededor de un sólo objetivo: desconocer los resultados del referéndum.
La claridad con que tal pretensión ha sido asumida como principal objetivo gubernamental, no ha sido acompañada por similar precisión en medios empleados para lograr tal efecto. Por el contrario, el desconcierto es tan grande que las fuerzas gubernamentales no dejan de dar muestras de su extravío y vanamente exploran diferentes caminos, sin hallar alguno que no esté lleno de obstáculos.
El principal escollo es sin duda el legal. Es que tanto la Constitución Política del Estado como todas las leyes relacionadas con el tema cierran cualquier posibilidad de un “segundo tiempo”. Sin embargo, si sólo de ello se tratara, no sería muy difícil para los abogados gubernamentales hallar la manera de torcer, hasta romper si fuera necesario, el marco legal que limita sus aspiraciones pues es bien conocido su desprecio por la legalidad e institucionalidad republicana.
Mucho más difícil, y eso es lo que al parecer causa desazón entre los estrategas gubernamentales, es recuperar el control sobre los factores sobre los que hasta ahora, y durante los últimos diez años, se sostuvo la hegemonía política que hizo posible su control casi monopólico del poder.
El agotamiento de la bonanza económica es sin duda el mayor de los obstáculos pues ya las cuentas no cuadran y resulta insostenible la prodigalidad con que hasta hace poco se distribuyó la riqueza que ahora comienza a escasear.
Muy ligado a lo anterior está el agotamiento de la expectativa con que los más diversos sectores sociales participaron, o esperaron su turno, en la repartición de beneficios. Al ser ahora escasos los recursos disponibles pero grandes las expectativas generadas, es natural que llegue la hora de las frustraciones y sus previsibles consecuencias políticas.
A lo anterior se suman los reveses que durante los últimos meses han sufrido los principales aliados del oficialismo en el frente externo. La reconciliación de Cuba con EE.UU. el colapso venezolano y el viraje de Argentina y Brasil dejan al Gobierno boliviano al borde de un aislamiento internacional sin precedentes en las últimas décadas, lo que limita su margen de acción.
Ante un panorama tan adverso, resulta comprensible que los cuatro meses transcurridos no hayan sido suficientes para que las fuerzas gubernamentales asimilen su peor derrota. Lo que no es admisible es que para compensar sus retrocesos en el terreno de la legitimidad democrática caigan en la tentación de recurrir a los métodos de la arbitrariedad.
Quienes están detrás de esas posiciones no quieren comprender –o aceptar– que un requisito básico para la convivencia pacífica y el respeto a los derechos humanos es el buen funcionamiento de la administración de justicia