Espero que no pienses, querido changuito del hogar-internado, que se trata de un título demasiado serio. Casi hasta alarmante. Es posible que el artículo de hoy te sugiera ideas que van más allá de tu comprensión adolescente. Pero sé que puedes encararlas porque ya no eres un niño y estás en proceso de crecimiento.
Es linda, y al tiempo complicada, esta fase de tu vida en la que descubres un mundo, el de afuera, distinto al de tus primeros años, sin apenas comprenderte a ti mismo en ese otro mundo, el de adentro, en el que ya no navegas con los remos del infante.
Quizá debiera haber escrito este otro título: “Cuando todo está perdido…” Pero me resisto a optar por términos tan negativos. Prefiero un “parece” a un “está”.
Tú sabes, al igual que yo, cuánta gente que nos rodea vive en conflicto, en angustia, en desesperanza. Y tú también, al igual que yo, has probado en algún momento el amargo sabor de sentirnos enfrentados, apurados, ahogados, como desorientados.
La enfermedad, esa dura prueba que tarde o temprano afrontamos, los dilemas económicos, la incomprensión que nos llega de otros, el fracaso de tantos sueños, la soledad que nos visita con su rostro burlón, la muerte de familiares y amigos, y otros cuantos desafíos. Todo esto nos pone cabeza abajo y es entonces cuando nos sentimos perdidos.
No soy sicólogo, ni doctor en medicina, ni siquiatra. Tampoco consejero familiar. Y mucho menos economista. Permíteme escribirte desde mi azotea, desde mi horizonte, como sacerdote en quien tú y muchos han puesto su confianza.
Hace poco, leyendo un buen libro, precisamente sobre la educación del adolescente, encontré una idea bonita cuando el autor se esforzaba en convencernos a los educadores de la importancia de poner límites a los jóvenes. Venía a decir que en momentos de colisión con los hijos, en que los límites son quebrantados, pensemos en nuestro propio aprendizaje: crecimos gracias a los límites que nos impusieron, pero también crecimos cuando nos animamos a transgredir algunos, por la experiencia que adquirimos. Y añadía: la vida, nuestro amor y Dios mismo son y serán siempre más grandes.
¡Qué verdad! Por encima de angustias, desesperanzas, enfrentamientos, apuros… y todo eso, Dios es más grande. Y, por supuesto, nuestro amor de padres o educadores, también.
Sé que estarás diciendo:
- Ya está el padrecito con sus cosas sobre Dios.
Pues es cierto. Antes te dije que escribo desde mi horizonte, desde mi atalaya. Y tengo claro que Dios es mayor que la enfermedad, el aprieto económico, la incomprensión, el fracaso, la soledad y la muerte. ¡Cuánto nos cuesta dejar, abandonar, nuestras inquietudes en sus manos! A veces diríase que nos sobran cálculos y protagonismos… ¡tantos!, que queremos ser los únicos capitanes de nuestra nave. Y difícilmente podemos arribar a todos los puertos, en particular a los más alejados e inhóspitos. A los más perdidos y confusos.
Dejemos a Dios ser Dios, como nos recuerdan algunos autores de los asuntos del espíritu, y sepamos confiarnos en sus manos de buen Padre.
Sólo así, atento lector, arrancaremos a la vida y a nuestro amor de padres y educadores toda su calma, todo su equilibrio. Toda su armonía. ¡Cómo lo necesitamos!
No sé cuántos adolescentes y jóvenes leerán esta columna. Me parece que pocos. Quizá ninguno. Dicen quienes entienden que la lectura está en horas bajas en nuestro país. No importa. Seguiré escribiendo a esos jóvenes campesinos o citadinos que, incansables, buscan un algo, un sentido para su biografía.
Desde la Fe que inspira mi vida, hoy me encantó escribir que sólo en las manos de Dios, abandonándonos en Él, nada “parece” ni “está” perdido.
Y todo adquiere una sensatez luminosa.