Cuando la vida te ha dado tanto, la vida se celebra. Filemón Escóbar, que siempre ha transmitido vitalidad por los cuatro costados, es uno de aquellos que puede celebrar la vida porque la ha vivido desafiante, en la trinchera, enamorado de esta patria, su patria.
Nuestras primeras conversaciones, contra lo que podría pensarse, no giraron en torno a la política, sino en torno a la literatura. Nos reuníamos hasta la madrugada para hablar de nuestros poetas jóvenes, de nuestros narradores inolvidables, de Cerruto y Saenz, de los que fuera… junto a “Cachín” Antezana, Leonardo García y René Poppe. Durante horas el país giraba en las volutas de humo de los cigarrillos negros que Filemón fumaba sin conmiseración de nadie, y en los interminables vasos de singani, cerveza, o lo que hubiera a mano (después fue su inseparable bolsita de coca). “¿Entiendes no?”. “…che oye…”, repetía para hacer énfasis en sus palabras.
Un día me regaló su libro de testimonios de la vida obrera, de su vida en realidad, de sus años en las minas, de la euforia trotskista, de la dictadura, la cárcel y la clandestinidad; pero sobre todo de su descubrimiento de la fuerza que parecía indestructible de la Central Obrera Boliviana, la de verdad... lo devoré y aprendí mucho de él y de sus luchas.
La reapertura democrática trajo consigo una esperanza que no desapareció dramáticamente devorada por la crisis suicida en la que se sumió el país a mediados de los años ochenta del siglo pasado. En el comienzo de ese proceso, los trabajadores estuvieron convencidos de que, como rezaba la vieja frase de los jóvenes europeos del final de los sesenta, el cielo podía tomarse por asalto. Filemón estaba seguro de que se había terminado el tiempo de la partidocracia y de que la COB era en la práctica un instrumento de poder, punto de partida de una nueva institucionalidad democrática y revolucionaria, apoyada precisamente en esa fuerza de huracán. Por alguna razón, su debate y su lucha ideológica en el seno del máximo organismo sindical fue estéril. Quienes mirábamos ese apasionante proceso, estábamos convencidos de que la herencia del liderazgo histórico de Lechín debía terminar en manos de Filipo, como le llaman sus amigos. Pero en la hora decisiva el enfrentamiento con el viejo líder sindical le costó el bloqueo interno.
Es difícil jugar ahora a las hipótesis, pero creo que la COB merecía el liderazgo de Escóbar, uno de los dirigentes mineros más inteligentes con los que ha contado la clase trabajadora. Otro hubiese sido su destino.
Pasó el tiempo y dejé de ver a Filemón. Cuando lo encontré al paso de los años, estaba en una lucha tan intensa como siempre, esta vez contra el neoliberalismo, pero ahora en solitario. Por un lado, se acentuaba un cierto distanciamiento con la realidad a partir de la defensa ciega de viejos paradigmas superados inexorablemente por los acontecimientos, pero por el otro, nacía una comprensión lúcida y mágica de un fenómeno esencial en la Bolivia postrevolucionaria, la importancia capital de la sociedad rural, de los pueblos indígenas y de las culturas originarias, a las que sistemáticamente el obrerismo empecinado había dado la espalda. Ese salto cualitativo lo llevó a plantear una alianza indispensable que trascienda el viejo clasismo. ¡Hace de esto un cuarto de siglo! Eso lo llevó hasta Evo Morales, a la idea fascinante de la complementariedad entre opuestos, a volcar su sabiduría sindical en quienes luego tomarían el poder por las urnas en 2005.
Filemón no conoce otra forma de vivir que la lucha permanente (heroico su papel para evitar un baño de sangre en la Marcha por la Vida). Nació en la lucha por la sobrevivencia, en la lucha contra la rosca, la lucha sindical y política y terminó encarando de frente y a pecho descubierto la lucha contra el autoritarismo, contra la que, en su criterio, es una negación de los valores por los que apostó una parte mayoritaria del país para gobernar a partir de una utopía de igualdad, inclusión y justicia. Siempre ha sido capaz de defender contra viento y marea tesis que en el contexto flamígero de la retórica de la “vanguardia”, pueden sonar incluso como contrarrevolucionarias.
Insobornable como es, no transó con reglas autoritarias y con rutas que parecen conducir a ninguna parte. Con el valor que le es consustancial se enfrentó a Morales cuando este estaba en su cénit y no se ha rendido nunca, porque encima de cualquier consideración está su fe en lo que cree, su íntimo espíritu revolucionario, su guerra contra todo aquello que subleva sus convicciones éticas.
Filipo ha sido siempre el mismo contertulio cálido de nuestras reuniones literarias, pero quizás fue siempre un lobo estepario en una sociedad política condicionada por los resultados inmediatos y por una sed de poder que cobra facturas inexorablemente. Nuestra más reciente conversación tuvo algo de melancólico y de entrañable por tantas cosas complejas que han pasado en estos años. “¡Salud Filipo! ¿Entiendes no?”.