Tres parábolas sobre la misericordia

11/09/2016
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En este domingo hay una coincidencia en las lecturas dominicales, en una misma dirección: el perdón de los pecados por la misericordia del Padre Dios. En el evangelio de Lucas 15, 1-32 se encuentran estas tres parábolas: la de la oveja recuperada, la de la moneda hallada y la del Hijo pródigo, que muy bien pudiera llamarse la del Padre bueno. Ellas tres nos invitan a reflexionar sobre la misericordia divina. ¿Quién mejor que Cristo nos puede hablar como es el corazón de Dios?

Nos cuesta a todos el saber perdonar. Se dice que el “errar es humano y el perdonar es divino”. Hay una terrible tentación de hacer a Dios como somos nosotros. Hay cristianos que se comportan como si Dios no tuviera ganas de perdonar, como si El prefiriera no compartir con nadie la dicha del paraíso o hubiera que convencerlo de que nos deje entrar. No hay duda que Dios quiere que nos salvemos. Para eso envió el Padre al Hijo, para buscarnos y salvarnos. Dios ha tomado la iniciativa. Eso es lo que quiere el Papa Francisco en este jubileo de la misericordia y también lo quería san Francisco con la indulgencia del perdón de la porciúncula; estamos celebrando el VIII centenario de la concesión de esta gracia.

Las tres parábolas de hoy nos enseñan cómo es Dios. Dejemos de lado la manera humana de ver a Dios. Hay que desaprender para aprender. El corazón de Dios no es como el nuestro. Es verdad que nunca podremos comprender totalmente como nos quiere Dios, como es su corazón de Padre. Su perdón es incondicional e infinitamente misericordioso. No tenemos que hacer mucho para alcanzar el perdón, sino dejarnos perdonar. Pero tenemos que recordar lo que dice san Agustín: “si quieres que Dios ignore tus pecados, sé tú quien los reconozca. Tú pecado te tenga a ti como juez, no como defensor”.

No vivamos pensando que Dios vive anotando nuestros fallos, errores, aunque pueda haber alguna expresión en la Biblia que pareciera decir eso. Dios no actúa de esa forma. Al contrario, Dios está cerca de cada uno, Él está donde estamos, para ofrecernos su perdón, él va junto a nosotros. Pero cuidado, Dios que nos quiere locamente no tiene que cambiar, somos nosotros los que debemos cambiar, volver a él con fe y humildad como hizo el Hijo pródigo.

Se nos exige mucha humildad para reconocer los propios pecados. La soberbia nos ofusca y hace que no veamos lo malo que hacemos y, sobre todo, lo bueno que dejamos de hacer. Seamos valientes y no nos engañemos. Pidamos perdón sin miedo, sin resentimientos estériles y sin angustia. El resentimiento nos puede encerrar en nosotros mismos, nos puede hundir, no nos da fuerza para cambiar. El arrepentimiento ante Dios es otra cosa, nos ayuda a abrirnos con confianza a su perdón, a su misericordia. Nos da fuerza para cambiar poco a poco nuestra manera de vivir. Ahí están nuestros pecados de pensamiento, de palabra, de obra y de omisión. El que no reconoce el gozo de saberse perdonado, corre el riesgo de vivir huyendo de Dios y de sí mismo. En el corazón misericordioso de Dios vamos todos a encontrar la fuerza poderosa para vivir gozosa y limpiamente.

Jesús presenta su Padre como el que va en busca de los perdidos, como un pastor que se olvida de todo y corre tras la oveja perdida que ha abandonado el redil, hasta que la encuentra. Como el padre que siempre está esperando que el hijo alocado vuelva y cuando lo ve a lo lejos corre para darle alcance y entre feliz en la casa. Así está el papa Francisco en este año jubilar, que para alcanzarnos ha abierto tantas puertas que dan acceso al Padre Dios, rico en misericordia. Qué distinto sería para todos si arrancáramos de nosotros el miedo que no nos deja hablar con Dios, cara a cara y de corazón a corazón. El miedo es como una atenaza que bloquea nuestra fe y nos aleja de Dios. Dios nos quiere encontrar en nuestra verdad, en nuestras propias limitaciones.

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