Unos despachos de prensa latinoamericana me inspiraron a reflexionar sobre cuál es mejor para el progreso de los pueblos: si el alarde propagandístico que sitúa la vara bien alto, o adecuarse a la realidad como punto de partida desde donde se debe progresar. Es bueno recordar que el régimen de Evo Morales en Bolivia se cuenta entre los primeros. Baste recordar el alarde vicepresidencial de que en dos décadas el país estaría al nivel de Suiza. Ya van diez años y el ingreso per cápita boliviano sigue una pequeña fracción del que tienen los ciudadanos del país helvético. Hace poco menos de dos años cuando Álvaro García Linera declaraba que “a partir de hoy Bolivia pisa fuerte en el mundo y nunca más seremos un pequeño país lastimero ni mendigo”, lanzaban el primer satélite boliviano.
¿Bolivia pisa fuerte en el mundo?: quizá en palabrerío, porque en cifras no, no y no. ¿Cómo se va a tener ciencia y tecnología, si para ello se requiere educación y salud. Más bien, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) advierte que “Bolivia está bajo la amenaza de retornar a la pobreza, si en los próximos años no aplican políticas de nueva generación ante la ralentización económica que no es la única culpable de tal regresión”. Peligran 4,2 millones, el 40 por ciento de la población, que son económicamente vulnerables al encontrarse en el limbo entre la pobreza y la clase media. Urge, dice el PNUD, fortalecer las políticas públicas de nueva generación que impidan retrocesos –canastas de ‘resiliencia’ las llaman– capaces de absorber shocks y prevenir retrocesos en momento de ralentización económica.
La propaganda unida al blablá demagógico altera el balance entre el engaño y la realidad. El satélite Túpac Katari es un buen ejemplo. El engaño empezó con engrupir al pueblo boliviano. El Vice aleccionaba: “todos tendrán televisión gratis…Alégrense compañeros”; tendríamos Internet y televisión por cable. La realidad es que se necesitan “10 mil bolivianos para comprar un equipo completo para tener acceso a internet satelital y entre 400 a 700 pesos adicionales para obtener un servicio promedio entre 512 a 1021 kilovatios por segundo (kbps)”. ¿Quién los tiene entre los miles de ciudadanos pobres?
El mandamás de la Agencia Boliviana Espacial (ABE) declaraba que “el satélite Túpac Katari es mejor que otros satélites extranjeros”. Una fantasía si la realidad enrostra que los $302 millones de verdes invertidos son mucho mayores que el satélite peruano que costó $213 millones. ¿Adónde fueron los casi $90 millones de diferencia? ¡Ah!”, pero el de Nicaragua costó $346 millones: ¿será que es más fácil engañar a países del socialismo del siglo 21?
Si la mejoría se refería a calidad, la experta en satélites geoestacionarios Margaret Rouse está en lo cierto. El Túpac Katari no beneficiará a la agricultura y la educación porque no saca fotos, no reconoce sembradíos y no mide variables meteorológicas para predecir inundaciones. O lluvias, diría yo en la actual sequía. El satélite sólo retransmite televisión abierta con calidad estándar (SD) y no HD (high definition) a sus subscriptores.
Hubiese sido más ventajoso invertir en 9.000 kilómetros de fibra óptica que faltan, que transmiten una Internet de mayor calidad, a menor precio. Hubieran hecho Bolivia el corazón de telecomunicaciones de Sudamérica, añadidos al ser centro geográfico y nodo energético.
Quizá el engaño es característico de los gobiernos del socialismo del siglo 21. Tanto mayor el trastazo cuanto más pretensioso y locuaz el mandamás. Baste recordar al pintoresco Hugo Chávez, cuyo despilfarro de chorros de petrodólares culmina hoy en la penosa situación económica y política de Venezuela. ¿Será que la megalomanía de los que mandan en Bolivia llevará por el mismo camino?