Desde que el Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA) adoptó una posición crítica respecto al gobierno venezolano por su evidente incumplimiento de los compromisos establecidos en la Carta Democrática Interamericana aprobada por esa institución multilateral, se ha convertido en víctima de los gobernantes de los países que, además, son miembros de la Alianza Bolivariana para América (ALBA).
El gobierno del país ha engrosado esas filas, incluso corriendo el peligro de que esa actitud perjudique temas sustanciales de nuestra política internacional, y su posición se ha radicalizado porque la OEA aceptó la solicitud del jefe de Unidad Nacional de mandar un veedor a una de las diferentes audiencias que se le ha convocado por uno de los más de 12 procesos que se le sigue.
Al margen de los insultos que nuestras principales autoridades han lanzado contra el Secretario General de la OEA –innecesariamente agresivos y ofensivos–, ahora pretenden acusarlo de adoptar decisiones que afectarían nuestra soberanía.
Esta actitud, en sí misma engorrosa e impertinente, además muestra, como ha demostrado la reconocida abogada defensora de derechos humanos Julieta Montaño, el desconocimiento por parte de muchas autoridades del papel de la OEA en la defensa de los derechos humanos en los países miembros. “Es una total aberración” acusar de injerencia, ha explicado, pues tanto “la ONU como la OEA tienen áreas políticas, jurídicas y administrativas que tienen absolutamente todas las facultades para hacer vigilancia de la aplicación de los derechos”, razón por la que sugirió que los funcionarios de gobierno lean la Carta Democrática Interamericana de la OEA.
Desde otra perspectiva, vale la pena recordar que los ataques sostenidos a las acciones que la OEA realiza en defensa de los derechos humanos han provenido, desde que la región optó por la democracia, por dos gobiernos de clara orientación autoritaria, el presidido por Alberto Fujimori en Perú, a principios de siglo, y los de Venezuela en el proceso de sometimiento de todas las instituciones estatales al Órgano Ejecutivo.
La razón es clara. En la medida en que existan las garantías de respeto a los derechos humanos no hay temor alguno a que los procesos puedan ser objeto de seguimiento e incluso investigación por organismos multilaterales. En cambio, en la medida en que se presentan hechos que afectan la vigencia plena de los derechos humanos, obviamente el interés de quienes lo hacen es protegerlos de seguimiento alguno y, menos aún, de investigación independiente.
De ahí que mal hace el Gobierno en, por un lado, comprarse problemas ajenos que pueden afectar aspectos medulares de nuestra política internacional y, por el otro lado, poner obstáculos a que se haga seguimiento, cumpliendo los protocolos establecidos, a los procesos que se ha incoado particularmente en contra de dirigentes políticos opositores, pues, al hacerlo, genera legítimas susceptibilidades respecto al respeto a los derechos humanos en el país, particularmente en este caso los de presunción de inocencia y debido proceso.
Las autoridades debieran, pues, revisar esta posición y tener la capacidad, como lo han hecho, por ejemplo, respecto al gobierno brasileño, de rectificar errores.
Mal hace el Gobierno en comprarse problemas ajenos que pueden afectar aspectos medulares de nuestra política internacional y en poner obstáculos al seguimiento, cumpliendo los protocolos, de los procesos contra dirigentes opositores