Siempre intento que el contenido de esta columna sea el pensamiento y la voz de los educadores que te rodean a ti, chico del hogar-internado, y a tantos muchachos y muchachas que, como tú, van creciendo y madurando a la sombra de papás, mamás, profesores en las ramas Humanística y Técnica, entrenadores deportivos, animadores en el tiempo libre, catequistas, padrecitos-párrocos…
Ese pensamiento y esa voz se tornan, en ocasiones, queja y lamento. Porque humanamente tenemos la osadía de buscar resultados tangibles tras nuestro esfuerzo en el uso de herramientas educativas que intentan vuestro despertar a este mundo, a veces generoso, a veces retorcido y competitivo.
O sea, queja y lamento porque parece que no llegamos en toda ocasión a conseguir los objetivos propuestos. Desde las fórmulas matemáticas hasta las oraciones yuxtapuestas, desde la correcta caligrafía hasta los recovecos de la lengua extranjera. Desde la necesaria higiene personal hasta el recoger el papel botado al suelo, desde el “buenos días” regalado por la mañana hasta el “gracias” aderezado con una abierta sonrisa… Son muchos los conocimientos, los gestos, las actitudes que, repito, nos parece que no conseguimos.
No somos super-hombres, ni super-mujeres. Jamás formaremos parte de esos héroes de película, de ficción, que con el escudo de Capitán América o con el martillote de Thor, intentemos salvar a la maltrecha humanidad.
Y nos cansamos. Y nos estresamos. Pero quizá sea por nuestra insensatez y nuestro pobre sentido de la realidad.
Por desgracia –como ya escribí en un reciente artículo– algunos abandonan. Desisten. Ceden al desaliento. Ya no son capaces de “descargar con respeto en otros adultos, profesionales o no, las preocupaciones, tensiones, fracasos, del quehacer educativo familiar o docente”.
Conocemos a papás que dejaron de exigir, de poner límites a sus hijos. Incluso dejaron de preguntar por los resultados del colegio, por los amigos con quienes se relacionan, por los lugares a donde van, por las ilusiones, sueños o contratiempos del adolescente.
Conocemos a profesionales de la educación que cumplen con su horario estricto de trabajo sin comprometerse con los chicos y chicas más allá del tiempo en el aula.
Es como si el adolescente estorbara en todas partes, nos pusiera en jaque… Como si removiera con su desaliñada actuación nuestros planes tan pulcros y ordenados.
Pero, ciertamente, otros muchos no abandonan. No se sienten capaces de dejarte a tu suerte, sin norte, sin ánimo, sin aliento. Sin rumbo.
Son, sin duda, pequeños héroes que buscan las maneras para hablarte y hacerlo con convencimiento. Que escudriñan en su ya pasada adolescencia para entender algo de tus comportamientos y reacciones. Que bucean en los manuales de educación buscando respuestas a interrogantes que se hacen presentes en noches de insomnio.
Sí, son héroes. En la vida real y no en las películas. Capaces también de volar sobre las nubes para entregarte un sueño. Capaces de luchar con encarnizados enemigos que quieren dañarte. Capaces de estar en dos lugares al tiempo cuando los necesitas. Capaces de…
Ellos nunca te abandonarán. Creerán siempre en ti. Porque te quieren. Así de simple, así de honesto, así de grande.
Y, ¿sabes?, me fijo en ellos. Quiero entenderles, aprender su talante. Quiero que nuestra Iglesia, esta casa grande de los hijos de Papá-Dios, sea lugar de acogida, de encuentro, de cálida fraternidad a pesar de diferencias, desavenencias y mil controversias. Lugar de misericordia.
Como ellos, no quiero abandonarte. Aunque a veces no te entienda y me falte la necesaria paciencia. Aunque me lastimes.
No te abandono. Quiero estar siempre contigo.