Pájaros y nombres

DE-LIRIOS 14/12/2016
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Uno de los aspectos más extraordinarios de las culturas de la humanidad es la inmensa creatividad al nombrar los objetos que nos rodean. Los astros, los árboles, los insectos, las criaturas marinas, no hay nada que no pase por los vericuetos de la fantasía, plasmados en una pluralidad cultural que acumula cientos de designaciones, acepciones, motes, distintivos, para llamar a una misma cosa.

Entre muchas, se perfila la nominación más bella de todos los tiempos: los nombres de los pájaros, seres maravillosos que han inspirado lo más sublime y selecto del humano “bautizo” de las cosas. Y lo más interesante es que gran parte de esas acepciones se revelaron a partir del trino de las aves, lo que demuestra que el ser humano, alguna remota vez, miraba –y escuchaba– más allá de sus narices.

Empecemos con el “Benteveo” (Pitangus sulphuratus), vistosa ave que emite una especie de grito que pareciera decir “bien te veo” o “bien te fue”. Dado que ese trinar aparenta augurar buenas nuevas, en América Latina se cree que oír el canto del “Benteveo” trae suerte.

En los valles interandinos existe un pájaro cuya melodiosa voz ha estimulado el distintivo de “Tordo Músico” (Molothrus badius). Gregarios, inteligentes e inquietos, después de las lluvias suelen reunirse docenas de ellos y, cual si conversaran, su canto grupal asemeja a un ensayo orquestal de la más exclusiva sinfonía.

También típica de los valles, hay un ave que se caracteriza por una alimentación de hojas y brotes frescos. Por ello, es denominada “Cortarramas” (Phytotoma rutila). No obstante, de la sabiduría quechua viene su designación más ocurrente y certera. Remitiéndose a su peculiar gorjeo gutural, rasposo, quejumbroso, en Bolivia este pajarito es conocido como “Kella” (flojo en quechua), resaltando la primacía de las notas graves y lentas de su cantinela que recuerda a un despreocupado desperezo, lo que destaca al “Kella” frente a los agudos y ágiles trinares del resto de passeriformes.

En Paraguay el dulce gorjeo de un pájaro ha inspirado uno de los más hermosos mitos que atesora la cultura guaraní. Se trata del “Chogüí” (Thraupis sayaca), avecita de plumaje celeste que repite un sonido similar a su nombre. El cuento narra que un niño guaraní era afecto a treparse a los árboles de naranjo para fisgonear el trajín de los pájaros fruteros, a quienes admiraba por su libertad y capacidad de volar. Un día, cayó del árbol, y ante la afligida madre que lo cargaba en plena agonía, se transformó en un “Chogüí”.

Otra leyenda surge de las tierras orientales bolivianas. Basándose en el cantar del Guajojó (Nyctibius griseus), se relata que una princesa chiquitana se enamoró de un joven humilde. El padre, en contra del idilio, mató al muchacho y embrujó a la niña convirtiéndola en un ave de semblante amenazador. Pero no pudo evitar que el pájaro soltara un estremecedor y triste quejido que convocara a su amado: “Guajojooooo”. Así, en las selvas, y principalmente por las noches, sobresale ese melancólico lamento que no es otra cosa que el llamado del ave.

Estas fábulas, la del “Chogüí y la del “Guajojo”, igualmente se expresaron en canciones que son guardadas entre lo más encantador del folclore de ambos países. Por su belleza y otras cuestiones subjetivas, cito la versión de “El Guajojo” interpretada por Gladys Moreno.

En suma, no me cansaré de refrendarlo: ¿Qué hecatombe cultural y social ha significado que dejemos de auscultar el canto de las aves que potenciaron tanto la imaginación? ¿Cómo es posible que las bocinas, los motores, las amplificaciones estridentes, reemplacen los excelsos sonidos de la naturaleza? ¿Será eso “calidad de vida”?

 

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