Solo veías un paredón grueso, de esos que van quedando cuando ya todo se cayó, y hasta las piedras de los potreros, ya en la tierra, se huyen rodando, buscando en donde servir de algo… Ahí en ese paredón estaba recargado un arado inservible. Sin “reja” pues, como pistola sin balas, como cuchillo sin hoja… Paredón y arado ya se conocían todas sus mentiras. Las verdades eran pocas. Una sirvió para detener el viento y el otro para rajar la tierra. ¿Cuánta plática se puede sacar de eso? Muy poca, por eso cuando platicaban, inventaban.
Esa barda era lo único que quedaba del casco de lo que alguna vez fue una hacienda. Sus hondos sentires anidaban en aquellos que fueron momentos de sobrades, hartura y poderío. Esa tapia descarapelada fue parte del frente de la hacienda, de forma que en sus ayeres escuchó lo mero principal, díceres de tantísima gente quienes caminando o montando pisaban el camino empedrado que les conducía a la entrada grande; carretas, carretones y carruajes, todo pasaba por ahí, a los pies de su altura. Por esa razón la barda sabía de tratos, pleitos, peticiones y mentiras… De frente podía ver todo lo que se acercaba y penetraba al casco de la hacienda. En fin, “en sus tiempos tuvo noche y día para ver y oír…”, dijo el paredón, que guarda como recuerdo especial las pláticas de amor, unas prometiendo, otras pidiendo, en aquellas noches en donde su atención se acercaba a los ventanales.
Su charla inició diciendo:
?Todo empezó para mi mal. Desde que se dieron los primeros fusilamientos, los cuerpos rebotaban en mí y los chorros de sangre hicieron que mi santo se volteara y me diera la espalda. Y aquí estoy, como vieja sin dientes, mutilada y sin el consuelo de una ventana. No tengo más que a este arado sin “reja” al que sirvo de recargadera. Solo soy un pedazo de barda de lo que fue una hacienda. Y ni siquiera me puedo suicidar. Seguramente algo muy fuerte debo allá, mero arriba.
?Ya déjate de quejas aquí ante la visita ?dijo el arado?. Ciertamente que fuiste grande, pero ayer aquí estabas y hoy mismo aquí estás. No, yo extraño más. Me paseaba de surco en surco, no solo abriendo la tierra para recibir la semilla, no; también rompía terrones y sacaba piedras, volteaba la tierra para formar el surco. Todo en ese paseo que mal no terminaba cuando ya estaba empezando de nuevo. En tierra seca como tú misma ?y el arado se recargó más en el paredón?, o en tierrita húmeda que lavaba mi “reja” como si fuera mi propia cara, que hasta me hacía sentir que a cada rato me bautizaba.