Llamó uno por uno

22/01/2017
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Comenzamos a leer o proclamar en nuestras misas dominicales el evangelio de Mateo que nos acompañará hasta finales del año litúrgico. Nos vendría muy bien, a todos, leer este evangelio en este año y también buscar algún comentario sobre el mismo. En algunas versiones de las biblias, al texto evangélico precede un comentario. Hoy, la primera lectura de Isaías 8,23b-9,3, tiene una gran relación con el texto del evangelio. La primera lectura prepara la escena del evangelio. La profecía de Isaías sobre Galilea es como un preludio de la realización de Jesús, que inicia su ministerio precisamente por Galilea. Jesús abandonó Nazaret para establecerse en Galilea, junto al mar, sobre las colinas de Zabulón y de Neftalí, eran como los suburbios –la periferia– de Israel, marginados del pueblo de Dios. Jesús comienza su apostolado por ahí. Para Jesús no existen fronteras geográficas ni ideológicas, para Jesús no es la geografía lo principal.

El profeta presenta a Jesús como la luz (“el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz”). Jesús se autoproclamará como luz, “yo soy la luz del mundo”. Jesús es con toda verdad la luz, la alegría, la liberación. Estas características aparecen a lo largo de los evangelios y, Mateo ya lo dice desde el principio. Ha venido a perdonar, a liberar de todos los males y esclavitudes. El evangelio de hoy dice que, además de anunciar el Reino con palabras, lo anunció más creíblemente todavía con hechos, “curando las enfermedades y dolencias del pueblo”.

Jesús, para realizar su obra salvadora que le confiara su Padre, llamó junto a sí, para que estuvieran con él, a sus discípulos. Jesús no necesitaba de nadie para llevar a cabo la obra de la liberación o salvación. Si hubo alguien que se las pudo arreglar solo, fue Jesús de Nazaret, Dios y hombre. No obstante, no quiso actuar sólo. Jesús quiso rodearse de otras personas, principalmente de sus apóstoles y discípulos. Eligió a un grupo de hombres para que le ayudaran en la tarea del anuncio de la “Buena Noticia” y estuvieran con él, constituyendo una familia, familia que no nace de la carne y de la sangre, sino de la unión vital con él. Jesús hizo a los discípulos los colaboradores más inmediatos en la construcción del Reino. Antes de subir a los cielos dijo a ellos y a unas 500 personas que estuvieron en esa hora de la partida al Padre, “vayan por todo el mundo y anuncien el evangelio a toda criatura”. Jesús eligió a sus discípulos porque los amaba, su amor era gratuito, desinteresado, como tiene que ser el amor. No los buscó a ellos por lo que podían brindarle sino para brindarse el mismo hasta el fin.

Cuando Jesús llamaba a algunos –todo cristiano es un llamado– estaba haciendo como los rabinos de su tiempo, pero Jesús es un rabino muy original. En el evangelio lo vemos hoy, llamando a cuatro pescadores que reparaban sus redes, preparándose para pescar. Jesús dirá: “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo los elegí a ustedes” (Jn 10,16). Jesús no llama al montón, sino uno por uno. Elige personalmente. También hoy Jesús sigue llamando a hombres y mujeres en su seguimiento. Su elección puede sorprendernos, puede hasta molestarnos, pero una vez que él pone los ojos en alguien… no se conforma con evasivas. Dios tiene un plan para todos, dichoso el que lo sigue. Dios nos llama por nuestro nombre a ser sus testigos, sus mensajeros en el mundo.

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