El domingo pasado, escuchamos la reflexión sobre el sermón de la montaña, iniciada con la proclamación de las ocho bienaventuranzas. Con ellas, anuncia Jesús lo que se propone hacer con sus discípulos de entonces y, hoy, con nosotros los cristianos, si lo dejamos actuar. Personas tan plenas en su interior, tan espiritualmente ricas y tan firmes en la esperanza, que podremos ir por la vida, dichosas, alegres y felices a más no poder, aún en medio de pobreza, dificultades y persecuciones de todo tipo. Las bienaventuranzas son para Jesús la nueva ley del reino de Dios.
Después de las bienaventuranzas, Jesús continúa enseñando qué debe aportar un discípulo suyo en este mundo. Hay que tener cuidado en no interpretar las bienaventuranzas como una invitación a una actitud resignada y pasiva. Las dos comparaciones y afirmaciones que hace Jesús están tomadas de la vida diaria: “Ustedes son la sal de la tierra y la luz del mundo”. Estas dos afirmaciones de ser sal y luz del mundo admiten una fácil traducción metafórica a la conducta y a las relaciones interpersonales. La de la luz va acompañada de otra comparación: la ciudad que se halla en un lugar visible, para orientar a los viajeros. Mientras que la de la sal se contrapone a lo inútil que se vuelve ésta si pierde su fuerza y su identidad. ¡Cuántos cristianos sin identidad! Jesús con estas dos afirmaciones o llamadas a sus discípulos los convierte en partícipes de su misma vida y misión. ¡Cuán pocos cristianos se sienten responsables en la Iglesia!
La sal sazona los alimentos, gracias a ella se conservan impidiendo su corrupción y, además, es elemento purificador. El cristiano, como sal de la tierra, está llamado –desde el bautismo– a imprimir un buen sabor a todo lo que hace y a todos los lugares que frecuenta. El amor conyugal y la vida familiar, el trabajo y el descanso, la preocupación por la justicia y la actividad social y la política. Todo debiera recibir de la presencia del cristiano un sabor distinto y diferente de lo que la mundanidad. Hay que recordar lo que dice Pablo: “Háganlo todo a gloria de Dios”.
La luz permite a las personas encontrar su camino y es indispensable para el normal actuar humano. Jesús se autoproclama: “Yo soy la luz del mundo…”, y también afirma: “Ustedes son la luz del mundo”. Es una verdadera identificación entre Cristo y los cristianos. “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes” (Juan 19,21). Jesús es el que nos ilumina constantemente, pero quiere también seguir dando luz a través de todos los que nos gloriamos de ser cristianos. El discípulo de Jesús –cada cristiano– está llamado a colaborar en la búsqueda del camino para la construcción de la civilización del amor, como nos pedía san Juan Pablo II. Aun cuando de asuntos técnicos se trate, que pueda desconocer, el cristiano está llamado a iluminar con su fe a los expertos, recordando siempre la primacía de la persona por sobre las cosas y las exigencias de la justicia y de las leyes de Dios. El ejemplo y testimonio cristiano ha de ser la natural irradiación de su vida en Cristo. Tan natural como lo es salar para la sal o iluminar para la luz. Sin ruidos, sin bombos ni platillos. El testimonio cristiano se da bien cuando se da sin querer. O como la luz alumbra sin proponérselo, por sólo peso de ser lo que es. Hay que convencerse de que Cristo cuenta con todos para llevar a cabo su plan de salvación.