Entre el curita que afirma que los “divorciados” y “separados” son “gente desplazada por la vida” y el Ministro cuya sesuda “respuesta” fue enfatizar su sacrificada labor como padre de familia “siempre apoyado en mi fe y confianza en Dios nuestro Señor”, confieso que quedé desalentada frente a la arrolladora certidumbre: somos un país conservador, pechoño, machista, poco proclive a desligarse del nefasto legado de las sotanas y las botas.
Por si no tuviéramos suficiente, sólo faltaba que el antes “ateo” y “revolucionario” Vicepresidente ande pavoneando su nueva condición de esposo y padre tradicional, sin que haya escatimado en el casorio con cura, velo y todo el show posible, y haya anunciado el nacimiento de la criatura con ínfulas de realeza.
Y aparte de los berrinches de las mujeres del poder (expertas en vociferar contra la paja ajena, pero nunca sobre las aberraciones de sus acólitos partidarios), quedó ausente un análisis profundo y desinteresado de las implicancias sociales en la conformación de la “familia tradicional”, cual un imperativo totalitario e incuestionable.
Así, es similar el trasfondo del discurso del cura, la arenga del Ministro y los alardeos “familiares” vicepresidenciales: la condena a las personas “solas” y/o que no consagraron sus vidas al establecimiento de un matrimonio o una “familia tradicional” “exitosa”.
En ese sentido, escasea el debate en relación a la violencia doméstica que se perpetúa cotidianamente bajo el soporte de la “sagrada familia”, o respecto a los simbolismos e imaginarios que encierra el matrimonio que, aún en pleno siglo XXI, continúan centrándose en el inútil y enfermo constreñimiento de la sexualidad (principalmente, la sexualidad femenina) y la implícita idea de que el amor es sinónimo de adquirir la propiedad sobre otro ser. Con esas premisas, ¿no es lógico que, allende las apariencias, las hipocresías y contadas excepciones, la “familia tradicional” y el matrimonio sean escenario de fracaso, frustraciones, autoritarismo, violencia y análogas expresiones de infelicidad?
Consiguientemente, increíble la censura a las personas que, en libre decisión, construyen su efímera existencia más allá de tener, o no, familia o pareja. En ello, la peor parte la llevamos las mujeres, en el marco de esas estructuras patriarcales, machistas y misóginas, donde no se nos concibe como seres enteros por nosotras mismas y en las que se nos machaca que para “completarnos” requerimos de hijos o, por lo menos, de maridos que vengan a salvarnos del “terrible” albur de estar “solas”. Y mientras pataleamos en el meollo de esos arcaicos barrotes sociales, son abrumadoras las evidencias que indican que la soledad no solamente es crucial e irremplazable fuente de aprendizaje y crecimiento, sino que debería considerarse un derecho humano.
Entre infinitos aspectos, la soledad es lo que permite contemplar el cielo y alumbrar los cuestionamientos fundamentales que han devenido en el conocimiento. La soledad coadyuva a pensar, a indagar, a inquirir, a toparse con el maravilloso misterio del mundo interior. El silencio de la soledad acrecienta los colores de los atardeceres y del horizonte marino, la variedad de melodías del trino de las aves, la belleza de un encuentro fortuito con otro ser que no necesariamente sea humano. El bailar en soledad (¡oh pecado!, ¡oh provocación!) es una entrega en cuerpo y alma a los vaivenes y matices de la música, un sortilegio donde sólo existe uno y los sonidos.
Entonces (y en un mundo enorme, ancho y ajeno), ¿cómo es dable que por imposiciones con tufillo despótico, mitologías trasnochadas, el culto acrítico de formas de vida “sagradas” o por haber nacido mujeres, nos privemos de semejantes experiencias?