Supongo que incluso para quienes creen a rajatabla en el estatismo: “tendencia que exalta la plenitud del poder del Estado en todos los órdenes”, el estado actual del arte del plurinacional, debe por lo menos incomodarles, si es que no abochornarles completamente. Y es que luego de más de una década de administración según aquella lógica, sus productos no son precisamente para hacerle olas, sino todo lo contrario.
Una de esas facetas consiste en que si asumimos que los estados contemporáneos democráticos tienen como fin –diría yo principal– (aunque admito que para otros será uno entre otros varios), la protección de los derechos humanos de todos sus ciudadanos, resulta que el plurinacional ha fracasado sostenida y demostrablemente. Aún recuerdo con pavor el último informe defensorial presentado al término de la gestión del ex Defensor Villena –inicios del año pasado– cuando daba cuenta que entre el ranking de las instituciones más denunciadas por violaciones de derechos humanos estaban punteando las del sector justicia (Judicatura, Ministerio Público, Policía) cuando su razón de existir radica en proteger los DDHH y no encabezar la lista de quienes los vulneran, así sea a título de denuncia nomás.
La reciente actuación del actual Defensor “del pueblo” en el caso del conflicto con los médicos y su acción popular concedida por un tribunal de garantías paceño, patentiza aquella situación, caracterizada a mi juicio por un aparato estatal obeso y una administración deformada. No es que le reclame al “defensor” su iniciativa –discutible desde varias ópticas– en ese caso, empero ese cuestionado funcionario se ha puesto con su acción en la peor de las situaciones que siquiera el sentido común desaconseja, al extremo que en las temibles RRSS se dice que Bolivia es el único país en el que el pueblo le teme a “su defensor”. Por un lado, se ha hecho el harakiri con el resto de la población, pues si bien se podría –tratando de no ser mal pensado– resaltar su buena intención para evitar perjuicios a la población en un tema sumamente álgido como es la atención de su salud, aun así, parece haber terminado pecando por el exceso, pues ahora tiene al país reclamándole y pidiéndole que plantee también acciones similares, ante varias de las huelgas, bloqueos y demás medidas que las minorías eficaces acostumbran realizar, con cualquier motivo. El detalle es que cuando esas medidas “hasta las últimas consecuencias” sean organizadas y/o soliviantadas por el régimen y sus huestes para embromar a sus rivales partidarios, todos olemos que el defensor hará mutis por el foro, con lo que lo que queda de su institución, seguirá haciendo aguas.
Es que la magistratura del Defensor del Pueblo ha sido concebida no para atarle los watos al gobierno que administra el estado, sino para todo lo contrario. Es un órgano contrapoder, que defiende los derechos humanos precisamente confrontándoselos al gobierno de turno y, aunque suene exagerado, debiera hacerle la vida a cuadritos al poder, más aún cuando como aquí ocurre, el régimen no puede con su carácter y esencia, autoritaria por donde se la vea.
Penoso es, entonces, que la absoluta concentración de poder en garras de su jefazo y Cia. haya terminado deformando a su mismísimo sacrosanto estado y a sus “instituciones” al extremo que la mórbida obesidad estatal no le permite ya cumplir sus elementales funciones para con sus ciudadanos, que debieran ser la razón de su existencia. Un harakiri institucional cuyas principales víctimas no son los “burrocratas”, sino los ciudadanos, es decir, nosotros. Por eso: “El estado de derecho es el antídoto contra la anarquía de los de abajo y el despotismo de los de arriba”. Jorge Lazarte.