Hace algo más de una semana, cuando el pasado viernes 2 de junio la Autoridad Panameña de Seguridad de Alimentos ordenó la suspensión de la leche Pura Vida, elaborada por el grupo peruano Gloria, nadie, y mucho menos los principales ejecutivos de una de las mayores empresas de Perú, supuso que el asunto alcanzaría la dimensión que hoy tiene. Suponían y esperaban que más allá de una que otra sanción administrativa, o de alguna exigencia para hacer algún ajuste formal a la presentación de su producto, todo volvería pronto a su cauce habitual.
Por una serie de razones, los hechos fueron evolucionando de una manera muy diferente. Tanto que hoy, apenas una semana después de iniciado el escándalo, la marca Pura Vida ha sido condenada a desaparecer.
Ha sido tan duro el golpe sufrido por Gloria que todos sus esfuerzos se concentran en minimizar los daños. Y ya no son las millonarias pérdidas económicas que causará el retiro de su línea Pura Vida en Panamá y Perú –sin contar los pronunciamientos de las autoridades en Bolivia– lo que más preocupa a los ejecutivos y accionistas de la empresa, sino el demoledor efecto que el caso tendrá sobre la imagen, prestigio y confiabilidad de una de las empresas más representativas del sector privado peruano.
Desde su inicio, el caso ha sido objeto de análisis y reflexiones de expertos en disciplinas tan diversas como el marketing, el derecho de los consumidores, nutricionistas y especuladores financieros. Pero, lo más notable es que ha tenido la virtud de llamar la atención sobre la dimensión ética de la actividad empresarial y sobre lo severa que puede llegar a ser la ciudadanía. Así lo ha demostrado la espontánea y masiva reacción en cadena de los consumidores de productos lácteos que no necesitaron más que un par de días para hacer saber que no están dispuestos a ser impunemente engañados.
Fue tan duro el golpe que recibió la imagen de ese producto, tan inmediato su efecto sobre las ventas, y tan duras las críticas que recibió Gloria por su engañosa estrategia comercial, que sus ejecutivos optaron por el mal menor con la esperanza de hacer un control oportuno de los daños. No fueron las resoluciones de las autoridades sanitarias ni las de las instituciones defensoras de los consumidores, sino pérdida de confianza, lo que en pocas horas condenó a muerte a la marca Pura Vida.
Todavía es pronto para saber si la reacción del Grupo Gloria será suficiente para mantener a salvo su reputación. Lo que sí se puede afirmar con certeza es que cuando una empresa cae en la tentación de recurrir al engaño como estrategia de marketing se expone a pagar un precio demasiado alto pues lo que pone en juego es el pilar de su patrimonio no tangible, que es su reputación. Y eso es muy grave pues el daño no se limita a la marca cuestionada –en este caso Pura Vida– sino que se extiende a toda la empresa e incluso a un país.
Por ahora, lo cierto es que esta experiencia ha tenido tres efectos principales. Ha servido para despertar en la ciudadanía una actitud menos pasiva hacia los productos que consume. Ha dado una señal de advertencia a los empresarios sobre los riesgos a los que se exponen cuando engañan a sus clientes. Y ha servido para llamar la atención a las reparticiones estatales encargadas por la falta de rigor con que cumplen sus obligaciones.
Esta experiencia ha tenido tres efectos: ha servido para despertar en la ciudadanía una actitud menos pasiva hacia los productos que consume, ha dado una señal de advertencia a los empresarios y ha servido para llamar la atención a las reparticiones estatales encargadas por la falta de rigor