El pasado martes 27, cuando todavía no había terminado de disiparse la ola de desconcierto y miedo que dejó un mes antes, a fines de mayo, la proliferación del virus WannaCry, las noticias sobre un nuevo ataque cibernético acapararon la atención de gobiernos, empresas y los principales medios de comunicación del mundo.
Por lo fresco que todavía estaba en la memoria lo ocurrido un mes antes, no tardaron en proliferar las especulaciones sobre las similitudes y diferencias entre uno y otro ataque, pero no hubo, como no hay hasta hoy, explicaciones satisfactorias. Y no sólo porque por lo novedoso que es el tema resulte difícil ponerlo en términos comprensibles, sino porque tan perplejos y confundidos como cualquier ciudadano neófito en las modernas tecnologías parecen estar los más renombrados expertos en materia informática.
En efecto, si hay algo en lo que coinciden quienes más saben del asunto es en que estamos ante un problema cuya complejidad queda fuera del alcance de los términos convencionales. Y eso vale tanto para profesionales del rubro como para empresas, países y personas particulares que con sus respectivos sistemas informáticos, ejércitos y organizaciones policiales buscan a tientas la mejor manera de protegerse.
Desde el punto de vista militar, resulta elocuente la prontitud con que el pasado martes la OTAN anunció su intención de abordar el desafío en términos bélicos, en una tácita advertencia a Rusia ante la sospecha de que el ataque cibernético haya tenido como blanco principal a Ucrania.
En el mismo contexto se entiende la decisión de la Unión Europea de aplicar con carácter de urgencia medidas para mejorar su protección contra los ciberataques, para lo que aprobó un presupuesto de 10.800 millones suplementarios.
Medidas muy similares y de igual magnitud están siendo adoptadas por Estados Unidos, China, Rusia y, a medida de sus respectivas posibilidades, todos los países del mundo.
Algo muy similar ocurre a escala mucho más pequeña en otros escenarios, menos conflictivos pero no por eso menos dignos de atención. Cabe recordar, por ejemplo, que el sistema político mexicano se ha visto sacudido durante los últimos días por revelaciones sobre un plan de ciberespionaje por parte del gobierno mexicano en contra de activistas y periodistas.
Poco antes, hace un par de semanas, se supo que un operativo cibernético dirigido contra la Agencia de Noticias Qatarí QNA, mediante el que se atribuyó falsas intenciones a su gobierno, estuvo a punto de llevarse al plano bélico.
Ese contexto, signado por la confusión y la falta de elementos de juicio, donde se hacen borrosas las líneas divisorias entre la ciencia ficción y la realidad, resulta fértil caldo de cultivo para las más diversas teorías, cuya profusa difusión a su vez contribuye a multiplicar el miedo que naturalmente causa lo desconocido. La razón es más que suficiente para redoblar esfuerzos en busca de información confiable y fidedigna, condición indispensable para afrontar retos como éste con alguna posibilidad de éxito.
Estamos ante un problema cuya complejidad queda fuera del alcance de los términos convencionales, razón más que suficiente para redoblar esfuerzos en busca de información confiable y fidedigna